Me
desperté y no estaba sola. Una forma incierta parecía haber caído como un fardo
en el lado izquierdo de mi cama. Con las persianas echadas no podía distinguir
sus facciones pero, acostumbrada a las tinieblas, recorrí su borrosa silueta
con la vista y al llegar al otro extremo, me asusté. Sus pies, muy juntos,
sobresalían más de dos palmos del colchón. ¿Cuánto podía medir aquel hombre? La
profundidad de su huella daba idea de su peso, era de suponer que la deformidad
se mantendría mucho después de que su dueño se hubiese ido, puede que no
desapareciese nunca.
El
terror me mantuvo paralizada quién sabe cuánto. Luego, poco a poco, ensayé
algún movimiento. Me fui animando al comprobar la profundidad de su letargo. Incluso
me animé a rozarle la chaqueta, primero con aprensión, de forma más decidida a
medida que pasaban los minutos. Después me decidí a palpar el hombro que tenía
más a mano, luego más resueltamente, la barriga y las piernas. Ni un movimiento,
ni un respingo, ni siquiera una respiración más profunda. Dormía como una manta.
¿O era yo la que soñaba? Pues, si no recordaba haber dejado entrar a nadie y no
había forma de invadir mi territorio, ¿cómo había llegado hasta allí aquel ser
humano gigantesco con todo el aspecto de haber sido narcotizado a conciencia?
Aunque
había adquirido bastante confianza, aún no me decidía a levantarme. Me
representé los cerrojos que, con seguridad, había ajustado a fondo, tres en
total. Recordé que la puerta estaba acorazada, que vivía en un décimo piso.
Aquello no tenía sentido, y como no encontré ninguna explicación si seguía
dando por hecho que estaba despierta, me dormí.
Soñé
que, sobrevolaba un volcán en erupción, que tenía el capricho de bañarme en la
lava que corría por sus laderas, que me calcé una armadura para aislarme del
fuego. El frío metal me heló de arriba abajo y volví a la vida con cabeza de
plomo y un zumbido de avispas acribillándome las sienes. Tenía los párpados tan
soldados a los ojos que casi chirriaron como bisagras oxidadas. Al abrirlos me
encontré en la anterior situación. Mis tripas gruñían, ¿o eran las suyas? Iba
siendo hora de comer algo, pero ¿de dónde venía tanto frío? ¿Quién o qué trasmitía
ese halo invernal? ¿En aquel punto me di cuenta de que había dormido pegada a
él, hombro con hombro, y, a pesar del pavor que me producía el misterioso
inquilino o precisamente por su causa, me asaltó un respingo involuntario. A
continuación me aparté con mucho tiento pues empezaba a comprender. Cuando
alguien está completamente quieto, cuando no hay forma de que despierte, cuando
su hielo congela a quién se acerca y su peso es excepcional ¿con quién nos
estamos enfrentando? Sí, a mí también se me ocurrió.
Paradójicamente,
esa idea me arrebató los últimos escrúpulos. Inclinada sobre su rostro en
sombra, lo toqué. Estaba yerto, como las estalactitas de una cueva. Recorrí
suavemente con el dedo la línea que iba de la frente a la barbilla y me pareció
un perfil como cualquier otro. Si con el tacto era incapaz de leer nada ¿porqué
no me decidía a levantarme, encendía la luz y contemplaba de una vez al fulano?
Algo me mantenía paralizada, en realidad no tenía ninguna gana de saber qué era
aquello con lo que, tarde o temprano, estaría obligada a enfrentarme.
No
le veía ningún sentido al asunto. No podía creer que hubiera dormido al lado de
una momia. No había forma de que nadie llegase hasta allí, ni grande ni chico,
ni vivo ni muerto. Ni el ser más abyectamente bromista del mundo habría
encontrado la oportunidad y jamás he creído en espíritus. Me aparté de él todo
lo que pude, el frío cada vez era más intenso y su proximidad, ahora que sabía,
comenzaba a repugnarme. Noté el filo de la cama demasiado próximo y comprendí
que quienquiera que fuese se había –o lo habían– arrojado en el centro mismo
del lecho, relegándome al mismo borde, sin importarle que me estrellase contra
el suelo al darme la vuelta. Mi cama es bastante alta.
Imaginé
que estiraba la mano, que palpaba le mesilla, que me ponía las gafas, que pulsaba
las teclas del teléfono. No lo hice. Pensando en ello, me quedé clavada en mi
sitio: el resplandor que debía proceder de la ventana no había llegado aún.
Imposible que no se colara por los resquicios de las persianas el primer
resplandor del amanecer. Y si aún fuese de noche ¿por qué no se arrastraban por
la pared de la izquierda las tres o cuatro manchas de luz con las que las
farolas iluminaban tenuemente el cuarto? El hueco aparecía completamente ciego,
por eso mi compañero resultaba indistinguible.
Mientras
tanto, él continuaba inmóvil, hundiendo mi somier, propagando su helada
sinrazón, dejándome inerte.
Tras
cuatro o cinco horas de obligada inmovilidad, una grúa sacudió brutalmente la
pared derecha, la derribó y por poco no arrasa la caseta. Eran los obreros que
venían a levantar la estatua del antiguo prócer de la provincia. A él representaba
la mole de mármol que descansaba en la colchoneta que la tarde anterior habíamos
colocado sobre la mesa de trabajo. No estaba en mi casa como había creído, me
había quedado dormida blanqueando su superficie. Aquella ocupación extenuante
había concluido en amnesia.
El
caudillo había conseguido librarse del resol, de las palomas, de la erosión que
le estaba amenazando, ahora, convenientemente aseado, podría aletargarse en el
sótano del museo por toda la eternidad; por mi parte, no necesitaba más que siete
u ocho horas de descanso, pero aún tenía que llegar hasta mi cuarto, ese donde,
hasta un momento antes, creí estar sin acordarme de que aún me faltaba una
jornada entera de avión.
Un relato buenísimo muy bien escrito, que me ha mantenido en vilo hasta el final.
ResponderEliminarUn final ingenioso.
Menuda pesadilla, mientras iba sintiendo la angustia de la protagonista imaginaba una estatúa de bronce estilo Lenin o Sadam, porque a nuestro caudillo siempre lo he visto a caballo y no decías nada de compartir lecho con un equino.
Un placer leerte. Un beso
Tu prodigiosa imaginación siempre va por delante, Tesa. Una estatua ecuestre debajo de la manta hubiese dado mucho juego para intrigar a los lectores, pero no he llegado tan lejos, ya ves.
ResponderEliminarHabía pensado en un héroe local, o antiguo como el Gran Capitán, o el Cid, iba a dar más pistas pero creo que la ambigüedad queda mejor.
Besos