Nos
hallábamos ante el mago de la condescendencia.
Richard Estes - Óleo y acrílico |
Había
anochecido ya. Una noche tibia del mes de julio belga, en la que, para variar,
no nos importaba habernos saltado la cena del hotel pues el festín del mediodía
aún lo habíamos digerido a medias. O se nos había atragantado debido al extra
de esfuerzo que suponía sonreír constantemente.
Hacía
rato que estábamos sentados en la terraza de un café donde ya no quedaba ni un
alma. También las calles estaban vacías, y eso es lo que más nos preocupaba a
Noelia y a mí. Gonzalo el sevillano-con restaurante propio en Bruselas no
dejaba de contar anécdotas ni nuestras nuevas amigas de jalearlas. Para colmo
de males, el pequeño patio no estaba a ras del suelo sino en un emplazamiento
elevado al que rodeaban unas cuantas jardineras cargadas con frondosos
arbustos. Es decir, aquel era un lugar aislado, o íntimo, según se mire. Pero
¿quién había pedido intimidad?
Ralph Goings |
De
la calle no llegaba ruido ninguno de claxon, motores o ruedas. Entretanto se
nos había unido un individuo, menos dicharachero que su colega, cuya extrañeza
era tan comprensible como evidente, y con el que resultaba imposible intercambiar
impresiones porque no hablaba más que alemán. Imaginé que estarían
tratando alguna cuestión prioritaria cuando Gonzalo y él comenzaron a lanzarse exabruptos con una
furia inaudita. En mi opinión, era el momento idóneo para levantarnos y huir,
pero las pardillas –ahora no me cabía la menor duda– de nuestras vecinas de
asiento parecían más encandiladas aún. Y si su admiración traspasaba ya todo
límite ¿cómo iba yo a defraudarlas?
Intenté
atisbar algún movimiento en la calle a través de las ramas de conífera, pero no
encontré ni un hueco libre. La única que, desde la esquina donde estaba
sentada, dominaba todo el frente delantero era nuestra amiga, la morena del pelo
rizado, pero ni por lo más remoto se le hubiera ocurrido atender a algo
distinto de las palabras –por otra parte, incomprensibles para todas nosotras–
de nuestro amable secuestrador. Término que puede parecer algo exagerado a esta altura del relato, pero fue en ese momento cuando, sin buscarlo, se instaló
en mi mente ya que, desesperada por asirme a un testigo cualquiera, fuese transeúnte
ocasional, gendarme, conductor de autobús y hasta perro vagabundo, me fijé en
la sonrisa cándida y despreocupada de Gloria.
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