A
la luz de los focos que el maître había diseminado por la terraza, el belga de
adopción tenía más aspecto de mafioso que nunca. Muy erguido, con el pelo sutilmente
engominado y una onda cayéndole como al descuido por la frente, inclinaba peligrosamente
el respaldo hacia atrás, apuntando a las axilas con los pulgares como el
perdonavidas que era. De momento, ni uno solo de nosotros, incluido el alemán
belicoso, había osado llevarle la contraria.
-¿A
que no sabéis quien es el responsable de que haya orden en esta ciudad?
La
ingenuidad de nuestra barbie viajera no tenía límites.
-¡Ay
va! ¿Eres jefe de policía?
-Ejem.
Algo parecido, pero es un cargo secreto, a ver si vais a iros de la lengua.
Automáticamente,
las cuatro volvimos la vista hacia papaíto piernas largas, que sumido en un
mutismo rencoroso fingía no estar allí. Pero el otro borró el aire con un
gesto.
-Ese
no nos entiende.
Me
pregunté de qué estarían hablando antes, podían aprovecharse fácilmente de que
no entendíamos ni jota de alemán para tramar algo en contra nuestra o ponernos
verdes. Nada bueno, eso por descontado. ¿Y si era mentira que el otro no
entendía castellano? Todo aquello me daba muy mala espina.
Me
puse de pie.
-Noelia
y yo nos vamos. ¿Verdad Noe?
Ella
recogió el cable rápido.
-Sí.
Estamos muy cansadas, llevamos todo el día pateando calles.
Las
otras dos, tímidamente, se unieron a nosotras.
-Pero
chicas, ¿cómo voy a dejar que vayáis solas al hotel? Nada de eso. Esto no es
Madrid, aquí la noche es peligrosa, ¿veis? –y señaló vagamente hacia atrás– Las
calles están vacías desde hace mucho, ahora mismo no hay más que antros
abiertos, gente poco recomendable, malas costumbres.
(A
veces se notaba un poco que había perdido el hábito de hablar su lengua, al menos
en eso no nos había mentido).
Y
luego, con su proverbial eficacia.
-Luigi,
encuéntranos un medio de transporte.
El
camarero descolgó un auricular de la pared, dio alguna orden cortante; mientras,
el alemán, con una breve reverencia, se dirigió a la escalera velozmente y se
esfumó.
Al
instante, dos limusinas aparcaron frente a la verja. Gonzalito el mago se
instaló en la de delante con Gloria y María. Nosotras, abrumadas por tanta gentileza
y convertidas en Cenicienta subida a la carroza, les seguíamos muertas de vergüenza
por no haber sido capaces aún de sacudirnos el susto del cuerpo.
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