Toulouse-Lautrec - At. Moulin Rouge - 1892 |
Me
desperté cuando la luz del amanecer empezaba a asomarse por las ventanillas del
bus y lo primero que vi fueron las pantorrillas de Noelia, como dos morcillas
flotantes, balanceándose peligrosamente muy por encima de su cabeza, a punto causar
un desastre en el ocupante del asiento delantero. Llevábamos más de diez horas
de viaje y la inmovilidad empezaba a pasar factura. Solo a ella, porque yo aún
no había sufrido esos síntomas; mi tobillera seguía tan campante en su sitio
deslizándose, como siempre, a sus anchas. Los tres años de diferencia debían ser
los causantes de aquello, a partir de ahora tendría que estar preparada, quizá prescindir
de alhajas en mis piernas el verano próximo, o rascarme el bolsillo, por mucho
que me doliese, y apostar por el avión.
Horas y más horas de mortal aburrimiento durante las cuales cualquier ocupación acaba resultando tediosa. El éxtasis paisajístico del comienzo se convierte en una sucesión de estampas sin color cuya belleza hace mucho que dejó de impresionarte, como si te hubiesen atado a una butaca para obligarte a contemplar miles y miles de diapositivas, a cual más hermosa. Confieso que en aquel momento padecía un tan monumental empacho de belleza que solo podía aliviarlo durmiendo. Pero no iba a ser fácil, los pies de Noelia habían dejado de amenazar la cabeza del vecino ocupando su lugar habitual y su dueña me reclamaba para continuar nuestra ración cotidiana de cháchara.
Nuestras vecinas del asiento de atrás también se estaban desperezando. Escuchamos cuchicheos contenidos, algún amago de risa. Intentaban no despertarnos pero estaban pendientes de nosotras, como el día anterior, dispuestas a intervenir otra vez en nuestras conversaciones y hasta zanjar algún debate nuestro con alguna interjección certera. Ellas podían oírnos, nosotras a ellas mucho menos. Fuese porque éramos incapaces de callar ni un segundo, fuese porque el viento corría hacia atrás, lo cierto es que no podíamos invadir su espacio conversacional, al menos no con tanta facilidad como ellas. Y sin embargo, entre las cuatro se había establecido un clima de simpatía, asombroso si tenemos en cuenta que apenas podíamos verles la cara y que solo en dos o tres ocasiones, cada vez que bajábamos a estirar las piernas, pudimos conversar frente a frente.
Horas y más horas de mortal aburrimiento durante las cuales cualquier ocupación acaba resultando tediosa. El éxtasis paisajístico del comienzo se convierte en una sucesión de estampas sin color cuya belleza hace mucho que dejó de impresionarte, como si te hubiesen atado a una butaca para obligarte a contemplar miles y miles de diapositivas, a cual más hermosa. Confieso que en aquel momento padecía un tan monumental empacho de belleza que solo podía aliviarlo durmiendo. Pero no iba a ser fácil, los pies de Noelia habían dejado de amenazar la cabeza del vecino ocupando su lugar habitual y su dueña me reclamaba para continuar nuestra ración cotidiana de cháchara.
Nuestras vecinas del asiento de atrás también se estaban desperezando. Escuchamos cuchicheos contenidos, algún amago de risa. Intentaban no despertarnos pero estaban pendientes de nosotras, como el día anterior, dispuestas a intervenir otra vez en nuestras conversaciones y hasta zanjar algún debate nuestro con alguna interjección certera. Ellas podían oírnos, nosotras a ellas mucho menos. Fuese porque éramos incapaces de callar ni un segundo, fuese porque el viento corría hacia atrás, lo cierto es que no podíamos invadir su espacio conversacional, al menos no con tanta facilidad como ellas. Y sin embargo, entre las cuatro se había establecido un clima de simpatía, asombroso si tenemos en cuenta que apenas podíamos verles la cara y que solo en dos o tres ocasiones, cada vez que bajábamos a estirar las piernas, pudimos conversar frente a frente.
1895 Poster for Amants - Comdie de M. Donnay at the Theatre de la Renaissance, Paris © Alphonse Mucha Estate-Artists Rights Society (ARS), New York-ADAGP, Paris |
María
y Gloria. Una, menudita, con el pelo muy corto
enmarcándole la frente en bucles, la otra, cuya melena platino cortada al ras del mentón parecía siempre recién
peinada, más estilizada y garbosa. Ya he olvidado a quien corresponde cada
nombre, y eso, aunque todo lo demás se haya grabado a fuego en mi memoria, me
enrabieta un poco conmigo misma.
La
culpa la tuvo aquel elegante tugurio de Bruselas, oscuro como boca de lobo
hasta que la vista se desprendía del embrujo de la luz y comenzaba a adaptarse
a las tinieblas. El mejor restaurante español de la populosa rue des Bouchers, salpicada de
establecimientos de todas las nacionalidades, no demasiado caros y a cual más
acogedor y apetecible, regentado por un sevillano -un auténtico señorito
andaluz en la plenitud de su atractivo aunque atisbando cierta decadencia aún
lejana- que ha sabido sortear estoicamente la brutal competencia de su enclave para
aprovechar cada una de sus ventajas.
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