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Paco
se muestra taciturno,
-Hace unos tres meses. Solo he tenido esa y fracasé.
-Jajaja.
Sin pensarlo, me lanzo en su defensa.
-Mujer, no te rías, pobre chico.
Pero él no se inmuta, sigue embobado con su sorbete de limón.
-Me da igual, la verdad. No me convenía esa mujer, tampoco estoy en vena. Ya me llegará el momento si es que tiene que llegarme.
Ese aspecto flemático de Paco le viene de su familia gallega, suele estar oculto, pero emerge cuando menos se piensa.
-¿Te la presentó tu amigo Alfredo?
-Solo tienes derecho a una pregunta.
-Deberíamos dejar de jugar. –Apunta Raúl.
Pero es peor el remedio, porque Cristina aprovecha para acribillarle.
-¿Me contestas o no?
Paco resopla suavemente.
-A la prima de Alfredo no quise conocerla, a esta me la encontré en un bar.
-¿Y?
-Al día siguiente la llamé y compramos entradas para el teatro. Mientras llegaba la hora de la función, le invité a tomar un café.
-Todo normal ¿no? –Pregunto. No veo dónde está el problema, pero lo hay, eso seguro.
-Hasta aquí sí. Paseábamos por Santa Ana, la plaza está llena de bares, ella quería sentarse en una terraza.
-Hace unos tres meses. Solo he tenido esa y fracasé.
-Jajaja.
Sin pensarlo, me lanzo en su defensa.
-Mujer, no te rías, pobre chico.
Pero él no se inmuta, sigue embobado con su sorbete de limón.
-Me da igual, la verdad. No me convenía esa mujer, tampoco estoy en vena. Ya me llegará el momento si es que tiene que llegarme.
Ese aspecto flemático de Paco le viene de su familia gallega, suele estar oculto, pero emerge cuando menos se piensa.
-¿Te la presentó tu amigo Alfredo?
-Solo tienes derecho a una pregunta.
-Deberíamos dejar de jugar. –Apunta Raúl.
Pero es peor el remedio, porque Cristina aprovecha para acribillarle.
-¿Me contestas o no?
Paco resopla suavemente.
-A la prima de Alfredo no quise conocerla, a esta me la encontré en un bar.
-¿Y?
-Al día siguiente la llamé y compramos entradas para el teatro. Mientras llegaba la hora de la función, le invité a tomar un café.
-Todo normal ¿no? –Pregunto. No veo dónde está el problema, pero lo hay, eso seguro.
-Hasta aquí sí. Paseábamos por Santa Ana, la plaza está llena de bares, ella quería sentarse en una terraza.
Cristina
no puede contenerse.
-No sigas, me lo estoy imaginando.
Pero él ya está lanzado y continúa.
-Me indicó una, le dije que no me podía sentar en la terraza, que me hace daño el tabaco, me sugirió otra, luego una tercera, le dije que teníamos que entrar donde fuese, que no aguanto el humo, que soy asmático y me ahogo. Entonces me animó a elegir sitio. Yo no quería, me daba igual uno que otro, lo único que pido es no quedarme en la terraza, pero insistió tanto que señalé el bar que teníamos más cerca.
Ahora estamos los tres pendientes.
-Pero era una trampa. Cuando llegamos allí se puso a suplicar que no entrásemos, alegaba que estaba vacía y se comprometía a seguirme en cuanto llegase el primer fumador.
-Y llegó, claro.
-Ya sabes, –continúa pensativo mirando a Cristina– en cuanto colonizas un lugar vacío, empieza a llenarse, eso nunca falla. Pero no llegó uno, aparecieron unos veinte alemanes y se sentaron detrás de nosotros. Les miré y ninguno iba fumando. Luego se sentaron a mi espalda así que no podía verlos. Me figuro que ella pensaría…
-Ella ¿quién?
-¿Cómo que quién?
-Que cómo se llama.
-Cristina, por favor… -le ataja Raúl.
-Da igual, da igual. Se llama Alicia. Supongo que creía que no me iba a dar cuenta cuando empezasen a encender los cigarros. Pero, vea o no vea el humo, la primera calada se me clava en el pecho, es algo automático, así que me levanté como un resorte. Ella cumplió su palabra. Entramos en el bar.
-¿Pudiste solucionarlo entonces? –Pregunto esperanzada.
-Nos sentamos junto a una ventana. A partir de ese momento me pareció que estaba más distante pero supuse que eran cosas mías. Cuando faltaba un cuarto de hora para que empezase la función, nos acercamos a la puerta del teatro. Un humo blanquecino atravesaba el vestíbulo y llegaba hasta la calle. Siempre me hacen daño los efectos especiales, pero ese era particularmente irritante, los que pasaban por delante se ponían a toser. Me detuve. No podía dar un paso más. Ella entró resueltamente, creo que miró de reojo pero ni siquiera sé si me vio. No hizo ningún gesto, no dijo nada, ni siquiera se despidió de mí. Entró y ya está.
Antes de tumbarme al sol de nuevo, me parece atisbar en el rostro de Cris un rictus de sonrisa malévola, pero seguro que me estoy equivocando.
Visita mi nuevo blog sobre la cuestión respiratoria:
Giorgio de Chirico - Pianto dámore - Ettore e Andrómaca (1974) |
-No sigas, me lo estoy imaginando.
Pero él ya está lanzado y continúa.
-Me indicó una, le dije que no me podía sentar en la terraza, que me hace daño el tabaco, me sugirió otra, luego una tercera, le dije que teníamos que entrar donde fuese, que no aguanto el humo, que soy asmático y me ahogo. Entonces me animó a elegir sitio. Yo no quería, me daba igual uno que otro, lo único que pido es no quedarme en la terraza, pero insistió tanto que señalé el bar que teníamos más cerca.
Ahora estamos los tres pendientes.
-Pero era una trampa. Cuando llegamos allí se puso a suplicar que no entrásemos, alegaba que estaba vacía y se comprometía a seguirme en cuanto llegase el primer fumador.
-Y llegó, claro.
-Ya sabes, –continúa pensativo mirando a Cristina– en cuanto colonizas un lugar vacío, empieza a llenarse, eso nunca falla. Pero no llegó uno, aparecieron unos veinte alemanes y se sentaron detrás de nosotros. Les miré y ninguno iba fumando. Luego se sentaron a mi espalda así que no podía verlos. Me figuro que ella pensaría…
-Ella ¿quién?
-¿Cómo que quién?
-Que cómo se llama.
-Cristina, por favor… -le ataja Raúl.
-Da igual, da igual. Se llama Alicia. Supongo que creía que no me iba a dar cuenta cuando empezasen a encender los cigarros. Pero, vea o no vea el humo, la primera calada se me clava en el pecho, es algo automático, así que me levanté como un resorte. Ella cumplió su palabra. Entramos en el bar.
-¿Pudiste solucionarlo entonces? –Pregunto esperanzada.
-Nos sentamos junto a una ventana. A partir de ese momento me pareció que estaba más distante pero supuse que eran cosas mías. Cuando faltaba un cuarto de hora para que empezase la función, nos acercamos a la puerta del teatro. Un humo blanquecino atravesaba el vestíbulo y llegaba hasta la calle. Siempre me hacen daño los efectos especiales, pero ese era particularmente irritante, los que pasaban por delante se ponían a toser. Me detuve. No podía dar un paso más. Ella entró resueltamente, creo que miró de reojo pero ni siquiera sé si me vio. No hizo ningún gesto, no dijo nada, ni siquiera se despidió de mí. Entró y ya está.
Antes de tumbarme al sol de nuevo, me parece atisbar en el rostro de Cris un rictus de sonrisa malévola, pero seguro que me estoy equivocando.
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