Les
estoy esperando en el cuarto de atrás.
He
colocado las joyas de pie, en sus paneles de raso, dentro de sus vitrinas
correspondientes en lugar de dejarlas tumbadas, como de costumbre. De esa
forma, no hace falta acercarse para hacerse una idea de lo que hay en cada
sitio.
Refulgen
los diamantes, explotan los rubíes, se expanden las turquesas, abruman el
platino y el oro. Ayer noche pasé horas construyendo trípodes que mantuviesen
verticales todos estos cartones entelados. Luego, al llegar, he pedido al mozo
que me ayude a orientar hacia la puerta los veintidós muebles acristalados que
tenemos.
No
es probable que la ratonera me falle, van a caer en el cepo ellos solos. Diecisiete
millones de euros mirando a la calle. Sonrientes. Y yo, aquí, completamente
solo. Me he quedado de guardia hoy, que se casa Amelia y Eduardo está invitado
a la boda. Yo también, naturalmente, pero alguien tenía que quedarse para echar
un ojo a todo esto. Y si alguien puede estar solo aquí, tengo que ser yo por
fuerza. Confío en ellos, sí, pero no
tanto.
Hoy
es un gran día, el de mi triunfo, una ocasión que ni pintada para llevar a cabo
el escarmiento, por fin voy a vengarme de esos raterillos de medio pelo que han
cogido una pulsera aquí, un colgante allá, decenas de sortijas, en las mismas
narices de esos pasmarotes que tengo por dependientes.
Cuando
me enteré que había una banda por el barrio, empecé a prepararlo todo. Mis
esbirros se han encargado de propagar la noticia. Los jóvenes se van de boda,
solo va a quedar el pobre viejo en su silla de ruedas, hecho una piltrafa el
pobre. Ya han atracado la joyería Sol, la Diamantina, el almacén de los
hermanos Bringas. Se están acercando. No me cabe duda de que hoy llegan. Sin
falta.
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