martes, 4 de febrero de 2014

La boda

Les estoy esperando en el cuarto de atrás.
 
He colocado las joyas de pie, en sus paneles de raso, dentro de sus vitrinas correspondientes en lugar de dejarlas tumbadas, como de costumbre. De esa forma, no hace falta acercarse para hacerse una idea de lo que hay en cada sitio.
 
Refulgen los diamantes, explotan los rubíes, se expanden las turquesas, abruman el platino y el oro. Ayer noche pasé horas construyendo trípodes que mantuviesen verticales todos estos cartones entelados. Luego, al llegar, he pedido al mozo que me ayude a orientar hacia la puerta los veintidós muebles acristalados que tenemos.
 
No es probable que la ratonera me falle, van a caer en el cepo ellos solos. Diecisiete millones de euros mirando a la calle. Sonrientes. Y yo, aquí, completamente solo. Me he quedado de guardia hoy, que se casa Amelia y Eduardo está invitado a la boda. Yo también, naturalmente, pero alguien tenía que quedarse para echar un ojo a todo esto. Y si alguien puede estar solo aquí, tengo que ser yo por fuerza.  Confío en ellos, sí, pero no tanto.
 
Hoy es un gran día, el de mi triunfo, una ocasión que ni pintada para llevar a cabo el escarmiento, por fin voy a vengarme de esos raterillos de medio pelo que han cogido una pulsera aquí, un colgante allá, decenas de sortijas, en las mismas narices de esos pasmarotes que tengo por dependientes.
 
Cuando me enteré que había una banda por el barrio, empecé a prepararlo todo. Mis esbirros se han encargado de propagar la noticia. Los jóvenes se van de boda, solo va a quedar el pobre viejo en su silla de ruedas, hecho una piltrafa el pobre. Ya han atracado la joyería Sol, la Diamantina, el almacén de los hermanos Bringas. Se están acercando. No me cabe duda de que hoy llegan. Sin falta.
 
Estoy preparado. A mano tengo una ametralladora y un par de rifles bien cargados. No puedo fallar. Voy a dejar a esos sinvergüenzas como tres coladores. Y no solo pienso acabar con ellos, después de pasar por mis manos, juro que nadie va a reconocerlos.
 

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