sábado, 20 de abril de 2013

Los árboles azules 18: La visita


Mi azotea se había llenado de gorriones que avanzaban a saltitos, tan campantes, no me tenían ningún respeto los muy sinvergüenzas. Y lo peor es que tampoco se lo tenían a Mancha, un gato tan indolente que a veces echaba la zarpa, de costado y medio dormido, sin molestarse en girar la cabeza para saber quien correteaba a su alrededor. Daba la impresión de que le estaban haciendo pedorretas. Los gorriones a Mancha, claro. Esos días de primavera, con el antepecho recalentado por el sol, pasaba las horas echado panza arriba y ni el insidioso aleteo de las mariposas lograba inmutarle, lo único que no perdonaba era la comida. Eso jamás, iba contra su religión. Y yo mirándolo todo y sin poder contener la risa. Comprendí que la invasión de mariposas y pájaros, así como la placidez de Mancha, eran claros augurios de que Auko, tras tanta peripecia absurda, se encontraba a salvo por fin.
 
Me acodé en la barandilla a contemplar la playa desierta. La verdad es que estaba abarrotada. Aunque no se divisase un alma, centenares de gaviotas formaban, al borde del agua, una extensa cinta de varios metros de largo y tan ancha que sus extremos eran inabarcables. Luego entré en casa, saqué una sardina de la lata que tenía abierta en la nevera, sacudí un poco el aceite en el fregadero y se la pasé al gato por las narices, a ver si así se le pasaba la modorra.
Justo cuando abrió el primer ojo, de forma tan súbita y completa que parecía hubiese pulsado el interruptor de la luz, sonó el teléfono. Entendí que me llamaba un tal Sabio pero resultó ser Sabino, también conocido como el chofer, el poli novato, el extraterrestre y otros apelativos que no recuerdo, y que resultó ser amigo íntimo de Bernardo, el secuestrado y causante de todo aquel embrollo. Me soliviantaba con solo mencionarlo. Contra el muchacho que estaba al otro lado del hilo no tenía nada, sí en cambio contra aquel malnacido seductor de pacotilla que estaría empotrado hasta las cejas en vaya usted a saber qué turbios asuntos y que le había sorbido el seso a la pobre Auko. Lo que entonces no podía sospechar es que las tornas estaban cambiando, que ahora era esa voz quien la camelaba, más que la otra al menos. Aunque es muy probable que en esos días ni siquiera ella supiese muy bien por donde tirar ni imaginase siquiera lo enamoradiza que podía llegar a ser.
El chico estaba impaciente:
-Estoy cerca de su casa, ¿puedo ir a verla ahora mismo?
-En este momento, imposible, estoy hasta las cejas de trabajo urgente. ¿el jueves te parece bien?
Quede claro que no suelo mentir, y menos con ese descaro. Hasta la mirada que me lanzó Mancha parecía un reproche a mí desfachatez, pero necesitaba ganar tiempo y, sobre todo, sondearle.
-Pero eso es dentro de una semana. Todavía estamos a viernes.
Parecía tan decepcionado que empecé a sentir pena por él, pero aún me mantuve en mis trece unos treinta segundos más.
-¿Y?
-Que esto es un lío de mil demonios, Molina. Necesitamos ayuda. O mejor, los consejos de alguien sensato y, por lo que sé, Auko confía en usted más que en nadie.
Total, que esa noche Sabino cenó conmigo en la azotea una tortilla de patatas con cebolla y gambas al ajillo, la mayor parte de las cuales acabaron en el estómago del gato que, con tanta guindilla, no sé cómo no explotó.
(Continuará)
 

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