Ángel
no se fiaba de Sonia. La creía capaz de disimular que se estaba ahogando con
tal de ahorrarle molestias. Daba igual que ellos fuesen familia, que tuviesen tanta
confianza. La vio avanzar por el pasillo del autobús, aparentemente segura pero
la experiencia le había enseñado que aquello no se notaba hasta que era tarde. Cuando
el vehículo arrancó, tuvo que dar media vuelta. Miró el reloj, dentro de tres
cuartos de hora su sobrina estaría en casa, hasta que no hablase con ella no
iba a quedarse tranquilo.
Pero
exageraba. Sonia es más sensata de lo que él cree, nunca se le ha ocurrido
jugarse el tipo por mucha vergüenza que le dé confesar que se está ahogando. Y
ella mejor que nadie sabe cuándo ocurre esto y lo que tiene que hacer. Si ahora
está a bordo, dejándose llevar por la música que recibe de los auriculares, es
porque el inhalador le ha hecho efecto. Nota el aire fresco pasar por la tráquea
sin obstáculos, siente la energía que le aporta, disfruta de una serenidad que
para ella, al contrario que para la mayoría de la gente, es un auténtico lujo. Escucha
un rasgueo de guitarras mientras el paisaje, como un borrón negro, se aleja a
toda prisa hacia atrás. La noche no le permite ver gran cosa pero eso estimula
su imaginación, solo el olor del estiércol pone la nota desagradable. Aunque un
acceso de tos la pone en guardia, no es el viento de fuera lo que huele sino un
humo que siente como papel de lija, su pecho ahora parece una jaula de grillos,
los silbidos aumentan al mismo tiempo que su ahogo. Vuelve la cabeza con rabia
y ve a un pipiolo en la última fila con un cigarro en la boca. Le mira
fijamente pero no parece que vaya a inmutarse ni aunque le caiga el techo en la
cabeza.
-Está
prohibido fumar aquí.
Varios
pares de ojos pasean por su cara como si mirasen el aire.
-Oye,
¿quieres hacer el favor de apagar el cigarro? Soy asmática y no aguanto el
humo.
-Nadie
está fumando, señora.
- Y
eso ¿qué es?
El
chaval tiene el detalle de esconder el pitillo. Debía imaginar que era
invisible, lo malo es que ahora, a poco que se descuide, puede provocar un
incendio.
-¿Vas
a apagarlo o no?
Ya
no aguanta más, se está quedando sin aire y por tanto sin voz. Están parados en
un semáforo rojo, el conductor se levanta y echa una reprimenda a los del
fondo. El aire por allí está limpio, al haber actuado rápido no ha habido
tiempo de que se ensucie todo el autobús. Sonia encuentra un asiento libre y se
sienta. Junto a ella, un hombre con pinta de adolescente eterno suelta una
risita entre dientes.
-Y
tú ¿de qué te ríes? ¿Eh?
El
otro, sin apenas despegar los labios, le suelta una retahíla de marcas.
-¿Qué
quieres? Tengo de todo: tranquilizantes, antidepresivos, ansiolíticos.
Angustiada,
mira a todos lados buscando cómo escapar. Él entonces se vuelve y repite lo
mismo a gritos. Los de atrás le jalean, escucha risas, silbidos e insultos. No se
atreve ni a volverse.
-Y
agradece que no te saque del asiento. Vosotros, ¿qué decís? ¿la echo a patadas o
no?
El
resto del viaje juega a acercar un cigarro a una cerilla encendida, cuando parece
que va a prenderlo, lo retira y vuelve a empezar. Se ríe muy ufano, debe creer
que ha tenido una idea la mar de graciosa. Sonia mira por la ventanilla del lado
izquierdo, no quiere arriesgarse a cruzar la mirada con él. Parece que ya están
llegando.
-Yo
no soy malo ¿sabes? Pero cuando son malos conmigo me pongo rabioso. Haber sido
buena, pero como no lo has sido, ahora te aguantas.
Un
grupo de chicas pasa hacia la salida y se les quedan mirando. No entienden
nada, pero tiene la impresión de que es a ella a quién echan la culpa.
Su
compañero de asiento sigue perorando como un perro rabioso. Ha llegado a su
parada pero no se atreve a hacer el menor movimiento hasta que no se despeje la
puerta. En cuanto ve vía libre, llega hasta allí de un salto y se baja.
Mientras, aún alcanza a oír la voz de otro chico.
-Por
fin, te has librado de ella. ¡Menos mal!
Cuando
Sonia acaba su relato nadie se atreve a opinar. Sigue tan abrumada como al
principio y ahora entendemos por qué. No queremos echar más leña al fuego, mostrar
indignación la hundiría aún más, pero todos estamos pensando en escenas de
otras épocas, otros contextos, que creíamos borrados para siempre.
Solo
Paco se atreve a murmurar:
-Y
yo soy tan gilipollas que voy y me quejo. Como si me pasara algo.
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