La
casa era hermosa. Mármol, cristal, madera, algo de bronce. Ni moderna ni
demasiado antigua, en absoluto barroca. Una sobriedad elegante que ella nunca
hubiese elegido pero en la que se sentía cómoda. Y hasta entretenida, allí
había libros, discos y películas para aburrir. Y lo mejor de todo, aptas para
toda clase de gustos.
No
se atrevía a mover las cortinas. Espiaba desde el borde del cristal y no encontró
nada sospechoso. Una calle céntrica con bastante tráfico, enfrente un chalet de
dos pisos dejaba pasar la luz y mostraba el precioso parque de la calle de
enfrente. Ningún balcón a su altura. ¿Quién hubiera podido espiarla? Aquello
parecía tan perfecto que por fuerza debía haber sido calculado al milímetro.
En
la cocina había dos montacargas, uno que se accionaba para que bajase con las
bolsas de basura, el otro que subía por su cuenta, siempre con alimentos.
Afortunadamente, en ninguno hubiese cabido ni un gato. Tuvo que transcurrir una
semana para que Auko disfrutase de un auténtico privilegio nunca bien valorado:
vivir sin temblar. Aguantó
las ganas de usar su teléfono. Aquella casa parecía segura pero alguien debía
estar esperando que diese señales de vida y las de un teléfono móvil es lo más
chivato que existe. Si nadie debía saber que estaba allí, mejor ni encenderlo. Pero
una mañana vio en el espejo una sombra que no era la suya. Al otro lado de la
puerta abierta había alguien y tenía que haber entrado mientras estaba
durmiendo. Cada noche, antes de acostarse, registraba todos los rincones pero,
al menos una persona tenía la llave de aquel piso. Eso lo había sabido siempre.Tuvo
una reacción extraña que no se parecía mucho al miedo. Una revolución interna,
una expectación, la necesidad de mantener los ojos muy abiertos, pero, más que
por temor, por curiosidad, por euforia, como si presintiese algo emocionante.
Se preocupó por la tira negra de pelo que había nacido en su cabeza más allá del tinte
naranja. ¡Qué cosas tan estúpidas pensamos a veces! Antes de moverse tuvo que echar
un vistazo al espejo delator porque aparecer presentable ante quien fuese le
parecía de vital importancia.
Un
gran gato con la espalda arqueada y la cara de Sabino. El extraterrestre. El
conductor que regalaba gominolas. En todo ese tiempo, no había dejado de pensar
en él. Sus ojos también eran felinos. Tenía en las manos un casco de motorista.
(Continuará)
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