La
doncella pasaba antes al saloncito, donde tomaban el té, y me anunciaba con
toda ceremonia. Yo escuchaba a lo lejos su voz cantarina. Ya había aprendido a
calcular el momento exacto en que, tras atravesar el largo pasillo, se
presentaría de nuevo en el recibidor y, con una graciosa inclinación, me
informaría de que podía pasar. Cada movimiento constituía un rito que se diría
largamente ensayado. Mi caminata tras ella contemplando su espalda erguida y
siendo escoltado por los óleos de antepasados ilustres, los saludos, el
servicio de plata, las pastas de mantequilla, la desvaída conversación acerca
del tiempo o el coste de la vida, las menciones a gente de su círculo que yo
desconocía y ante las que me sentía cruelmente excluido, todo se repetía con remilgada
exactitud. Yo apenas despegaba los labios y nadie parecía interesado en que lo
hiciese. Allí solo había mujeres, los hermanos de Aurea apenas se dejaban ver y
su padre asomaba por la puerta de la biblioteca un minuto después de entrar yo,
insinuaba un ademán de despedida y salía a toda prisa a la calle. Podía escuchar
el ruido amortiguado de la puerta al cerrarse, percibía las miradas que
intercambiaban mis anfitrionas, cargadas de una intención a la que nunca
tendría acceso. El señor Salgado salía todas las tardes justo a la hora que yo
entraba. De eso sí me daba cuenta.
En
una de aquellas circunspectas veladas, rodeado de ojos llorosos y miradas
furtivas, comprendí de pronto que les estaba aburriendo. Con el apesadumbrado
viudo delante –aunque no fuese más que un viudo, digamos platónico, pues nunca
confesé mi admiración a Aurea– no se atrevían a reírse, hacer bromas y, menos
aún, a colocar sobre el tapete sus copitas de anís. Las tardes transcurrían
soñolientas y el calambre que recorría las espaldas era síntoma de nuestro
envaramiento. Tenían que representar una tristeza que era dramáticamente real,
y superponer la una a la otra, la verdadera y la fingida, suponía para ellas un
esfuerzo enorme. Comprendí todo eso en una ráfaga de lucidez; un chispazo de
sol se coló entre los visillos, tropezó por casualidad con el cristal de roca
de la lámpara y pude ver toda la escena como desde la butaca de un cine. Me
sentí un poco ridículo, la verdad.
Ginés Parra - Joven dormida - Óleo sobre lienzo
|
Decidí
abandonar las visitas y olvidarme de los dichosos cambios. Había que retornar a la rutina de siempre, a mis
quehaceres, mis amistades, al ajedrez, a la bici, a mis placeres sencillos, a una
vida sin galería de antepasados ni suspiros hipócritas. Aunque al principio, y en
ausencia de Aurea, lo encontrase todo vacío, sin sustancia, carente de interés,
como si una capa de abulia hubiese teñido el mundo de un gris ceniciento. Tenía
que dejar de obsesionarme y permitir al olvido instalarse poco a poco en mi
vida. Ella es la única que nunca abandona, que, hasta que la muerte nos separe,
permanecerá a mi lado lealmente.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Explícate: