Del
salón en el ángulo oscuro o en uno de los ribetes de la cultura, da igual. Es
gratificante, y hasta sensato, suponer que existe una veta de talento escondido
sin oportunidad de salir a la luz. Los vaivenes de las políticas editoriales,
cada una más hermética que la anterior, el cataclismo que han supuesto las
nuevas tecnologías para la industria de la cultura y el afán de lucrarse que
consume en la pira consumista –redundancia elegida y exigida por el ritmo de la
época- cualquier soplo de aire fresco que tenga la osadía de irrumpir en este
reseco panorama, está poniendo coto a la creatividad de una forma cada vez más que
preocupante. Porque el arte es la manera que tiene el ser humano de avanzar, de
engendrar ideas nuevas, caminos no explorados, el que hace y contesta preguntas
para resolver cuestiones hasta entonces insolubles. La creatividad es el
cerebro humano abriéndose paso entre caminos trillados sosteniendo un modesto
candil. Lo ha sido siempre. Cada vez que el inmovilismo ha pretendido frenar la
marcha de los tiempos enarbolando el pensamiento único –religioso, económico,
mítico, violento o cualquier otro ¡qué más da!- como remedio de todos los males,
las nuevas ideas han ido brotando testarudas, humildes pero señalando
alternativas, frágiles aunque resistentes, pequeñas y abundantes. No obstante,
¿qué va a nacer en medio de este desierto donde cualquier intento de innovar se
calcina antes incluso de que asome, donde no existe estímulo para las ideas
porque jamás serán publicadas so pretexto de que no son rentables? En eso
consiste la auténtica censura, no hay que prohibir nada, siembra indiferencia y
deja que germine, convence a la gente de que es imposible aportar nada nuevo y
de que cualquier producto que no aspire a ser consumido por la voraz masa
consumista de esta sociedad redundante no saldrá del Word jamás, que aspirar a
ello es una insensatez mayúscula y cualquiera que se lo plantee un mentecato. Se
acabaron las prohibiciones, suelta la espita del cloroformo y échate a dormir.
Como
decía, estoy segura de que el arpa existe, de que hay muchas arpas dispersas aguardando
el momento de sonar, pero en este mundo de apática estulticia quedarán dormidas
para siempre por el simple y estúpido hecho de que no se consideran rentables. Por
cierto, ¿alguien hubiera imaginado en su día que haría negocio con La divina
comedia, El Quijote, El proceso o La montaña mágica? Pues ahí las tienen. Pero
la mentalidad contemporánea es así, no hay que darle más vueltas, y como sin
arpa que vibre no hay cultura que progrese, si nadie lo remedia, la mente
humana quedará fosilizada hasta el fin de los tiempos y sepultada por la arena
invasora de una filosofía absurda y cruel llamada mercadotecnia.
Intuyo,
y ojalá me equivoque, que ese es el destino al que estamos abocados. Da igual
que exista un arpa o cien millones, tampoco importa que otras muchas arpas de épocas
anteriores permanezcan en sus respectivos estantes de las bibliotecas envueltas
en seculares telarañas. Si la auténtica creatividad se silencia la humanidad
que hay en nosotros se reduce. ¿No empezáis a notar un bulto con forma de
tuerca en las articulaciones de los dedos? ¿Nadie se da cuenta de que nos
estamos robotizando? Por favor, ¡que alguien traiga un arpa y la coloque aquí, en
medio de la plaza pública! ¡Que pulse sus cuerdas! ¡A ver si nos sacudimos esos
tornillos molestos y salimos de una vez de este letargo!
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