sábado, 6 de abril de 2013

El arpa de Bécquer

Del salón en el ángulo oscuro o en uno de los ribetes de la cultura, da igual. Es gratificante, y hasta sensato, suponer que existe una veta de talento escondido sin oportunidad de salir a la luz. Los vaivenes de las políticas editoriales, cada una más hermética que la anterior, el cataclismo que han supuesto las nuevas tecnologías para la industria de la cultura y el afán de lucrarse que consume en la pira consumista –redundancia elegida y exigida por el ritmo de la época- cualquier soplo de aire fresco que tenga la osadía de irrumpir en este reseco panorama, está poniendo coto a la creatividad de una forma cada vez más que preocupante. Porque el arte es la manera que tiene el ser humano de avanzar, de engendrar ideas nuevas, caminos no explorados, el que hace y contesta preguntas para resolver cuestiones hasta entonces insolubles. La creatividad es el cerebro humano abriéndose paso entre caminos trillados sosteniendo un modesto candil. Lo ha sido siempre. Cada vez que el inmovilismo ha pretendido frenar la marcha de los tiempos enarbolando el pensamiento único –religioso, económico, mítico, violento o cualquier otro ¡qué más da!- como remedio de todos los males, las nuevas ideas han ido brotando testarudas, humildes pero señalando alternativas, frágiles aunque resistentes, pequeñas y abundantes. No obstante, ¿qué va a nacer en medio de este desierto donde cualquier intento de innovar se calcina antes incluso de que asome, donde no existe estímulo para las ideas porque jamás serán publicadas so pretexto de que no son rentables? En eso consiste la auténtica censura, no hay que prohibir nada, siembra indiferencia y deja que germine, convence a la gente de que es imposible aportar nada nuevo y de que cualquier producto que no aspire a ser consumido por la voraz masa consumista de esta sociedad redundante no saldrá del Word jamás, que aspirar a ello es una insensatez mayúscula y cualquiera que se lo plantee un mentecato. Se acabaron las prohibiciones, suelta la espita del cloroformo y échate a dormir.


Como decía, estoy segura de que el arpa existe, de que hay muchas arpas dispersas aguardando el momento de sonar, pero en este mundo de apática estulticia quedarán dormidas para siempre por el simple y estúpido hecho de que no se consideran rentables. Por cierto, ¿alguien hubiera imaginado en su día que haría negocio con La divina comedia, El Quijote, El proceso o La montaña mágica? Pues ahí las tienen. Pero la mentalidad contemporánea es así, no hay que darle más vueltas, y como sin arpa que vibre no hay cultura que progrese, si nadie lo remedia, la mente humana quedará fosilizada hasta el fin de los tiempos y sepultada por la arena invasora de una filosofía absurda y cruel llamada mercadotecnia.
 
Intuyo, y ojalá me equivoque, que ese es el destino al que estamos abocados. Da igual que exista un arpa o cien millones, tampoco importa que otras muchas arpas de épocas anteriores permanezcan en sus respectivos estantes de las bibliotecas envueltas en seculares telarañas. Si la auténtica creatividad se silencia la humanidad que hay en nosotros se reduce. ¿No empezáis a notar un bulto con forma de tuerca en las articulaciones de los dedos? ¿Nadie se da cuenta de que nos estamos robotizando? Por favor, ¡que alguien traiga un arpa y la coloque aquí, en medio de la plaza pública! ¡Que pulse sus cuerdas! ¡A ver si nos sacudimos esos tornillos molestos y salimos de una vez de este letargo!

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