La ausencia de Aurea
Salgado pronto se convirtió en una obsesión. Comprendí que ya nunca vería los cambios
sucesivos que experimentaba el mundo cuando al día siguiente de su entierro
talaron los árboles de la Avenida Principal. Desde el mirador de su casa ya no
podrían verse las ramas asomando por detrás del edificio de enfrente. Eso me
conmocionó tanto que empecé a anotar cada cambio que observaba. La aparición de
una nueva marca de perfume que me hubiese gustado comprarle, el último modelo
de automóvil circulando arriba y abajo, como signo de un tiempo un poco más
adelantado que el de la semana anterior. ¡Tantos pequeños y grandes detalles!
En la política, en la cartelera de los cines, en las amistades. En todo. Rufino
estaba esperando otra hija, el de la propia Aurea se había comprado un papagayo
–para sobrellevar el luto, supongo- y ella sin enterarse de nada. Y lo peor es
que así sería para siempre jamás.
Cuando observé que la tapicería
de las sillas del comedor estaba raída, me guardé mucho de renovarla, aunque
cada hora que pasaba sintiese más grima al verlas. Luego comprendí que el mundo entero cambiaba sin cesar y que
era imposible controlarlo todo. Que cada país llevaba una trayectoria y que,
incluso en el mío, cada ciudad o trozo de campo renovaba a cada momento lo que
se le iba antojando. El cosmos también cambiaba. Había quien viajaba al
espacio. Y la luna ya había mostrado todas sus fases. Había transcurrido un
mes.
Frida Kahlo - Sin esperanza (1945) |
Entretanto no había
dejado de visitar una sola tarde a la familia Salgado. Contemplaba los retratos
de Aurea parándome en aquellos que le hacían justicia. En los otros me demoraba
menos, a veces casi pasaba de largo. Piano. Andante. Allegro. Ese era mi
recorrido. El ritmo se establecía siempre igual, por el mismo orden, como en
una melodía sentimental y plástica.
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