Una
película que, de no estar ambientada en Irlanda sino en España sería sospechosa
del más descarado oportunismo por haberse gestado al calor del escándalo que
los medios de comunicación sacaron hace unos años a la luz. Pero es obvio que
aquí no tenemos la exclusiva, estas prácticas eran posibles en algunos países y
se mantenían impunes al calor de una legislación laxa y de relativo descontrol
institucional. Fruto de la política de manos libres de que disfrutaba, sin
cortapisas, el clero de hace medio siglo, al que se consideraba a salvo de toda
sospecha, facilitando irregularidades y hasta francas infracciones de la ley.
Lo
de menos es si está o no basada en un hecho real, importa la forma que ha
llegado a adquirir la idea original y no de dónde surge esta. En cualquier caso,
yo no pondría el foco en la pérdida del hijo, ni siquiera en su búsqueda, aun
cuando esta constituya, en apariencia, el eje central del film. En realidad, el
guión pasa de puntillas por esas prácticas, sus responsables y la escalofriante
realidad de la que Philomena no es más que la punta de uno de los muchos
icebergs que han existido. La anécdota no es más que el motivo –eso sí, imprescindible–
para poner en marcha la acción y enfrentar a dos mundos opuestos: el
racionalista por una parte, y el crédulo y piadoso por otra, la mentalidad
primitiva y la científica, los prejuicios no cuestionados caminando junto al
más positivismo escrupuloso.
Efectivamente,
caminando. Porque este film utiliza la técnica del road movie, muy efectiva para exhibir personalidades y desencadenar
largas conversaciones que servirán para desplegar ante los espectadores las dos
mentalidades, con todos sus repliegues, cualidades, contradicciones y defectos.
Lástima
que para ello se haya recurrido a las figuras más tópicas posibles: el varón,
profesional, joven y enérgico representa la cordura, al otro lado de ese
cordial ring, la humilde anciana, aquella adolescente que una vez creyó en el
príncipe azul y que da la impresión de no haber aprendido nada en todo ese
tiempo, encarna la candidez más absoluta, se nos muestra como carne de
supersticiones, firme candidata al engaño, la estafa, la tomadura de pelo
permanente. En ese contexto, su perdón adquiere una validez relativa, se vuelve
inconsistente de puro blando.
Pero
a veces las apariencias engañan, en el fondo Filomena algo –o bastante– ha
llegado a aprender, su ingenuidad es real en parte, pero también tiene algo de
pose, de adopción del papel que siempre ha representado, el que parece esperar
de ella su entorno. Y la construcción de
ese personaje, junto a la dialéctica que establece con su oponente, es sin
lugar a dudas lo más logrado de la historia.
Llegados a este punto, esperábamos un final lacrimógeno, un emotivo encuentro entre madre e hijo, la ansiada llegada a la meta. Afortunadamente, al menos desde el punto de vista narrativo, la trama se complica un poco, el idealizado fantasma que perseguíamos es una quimera, no existe. Porque también los desaparecidos pueden saltarse las reglas, ¡faltaría más!
Llegados a este punto, esperábamos un final lacrimógeno, un emotivo encuentro entre madre e hijo, la ansiada llegada a la meta. Afortunadamente, al menos desde el punto de vista narrativo, la trama se complica un poco, el idealizado fantasma que perseguíamos es una quimera, no existe. Porque también los desaparecidos pueden saltarse las reglas, ¡faltaría más!
Aquí vuelven a cuestionarse de nuevo los tabúes y prejuicios más arraigados La
realidad somete a lo políticamente correcto, quien rige las conductas son los
avatares de la vida, o la naturaleza humana tal como es, no como la han
inventado unos cuantos.
Y, sin embargo, el tono amable, la decisión de otorgar al espectador su ración de final feliz para no decepcionarle del todo, surge con fuerza en el último momento. El hijo, en el fondo, rebosaba amor por su progenitora, un detalle que solo conoce un testigo y que se descubre al final estropeando un poco el convincente claroscuro que se nos había ofrecido hasta entonces.
Y, sin embargo, el tono amable, la decisión de otorgar al espectador su ración de final feliz para no decepcionarle del todo, surge con fuerza en el último momento. El hijo, en el fondo, rebosaba amor por su progenitora, un detalle que solo conoce un testigo y que se descubre al final estropeando un poco el convincente claroscuro que se nos había ofrecido hasta entonces.
El ritmo de la acción es ágil, los actores bordan sus respectivos papeles. Un guión sobrio, sin efectismos ni grandes tragedias, con pocos personajes, los giros justos y muchos sobreentendidos. Un film correcto que trata de la injusticia, de un dolor amordazado y tan arraigado que apenas se percibe, del abuso sobre el débil y, ante todo, de creencias y credulidades, de la necesidad de seguir el propio camino –el de Philomena en su eterna búsqueda, el de un hijo que logró ser feliz aunque para algunos transgrediese ciertos límites– sin dejarse arrastrar por lo que imponen unas cuantas mentes pactas que se creen en posesión de la verdad. Y de la relatividad de las verdades, que son muchas, tantas como personas. O más, porque a lo largo de una vida las opiniones se van transformando.
Escuchando todos esos relatos: las diferentes versiones de una misma historia, pero también la visión del mundo que traslucen los culebrones narrados por Philomena, o la que narran las fotos de la infancia del niño, o el de ese reportaje en ciernes que el periodista está preparando, comprendemos que lo real tiene muchas caras y quedarse con una sola es casi como estar ciego y sordo.
·
Año: 2013
·
Duración: 98 min.
·
País: Reino Unido
·
Director: Stephen Frears
·
Guión: Steve Coogan, Jeff Pope (Libro: Martin Sixsmith)
·
Música: Alexandre Desplat
·
Fotografía: Robbie Ryan
·
Reparto: Judi Dench, Steve Coogan, Charlie Murphy,
Simone Sahbib, Anna Maxwell, Neve Gachey, Sophie Kennedy Clark, Charlotte
Rickard, Nichola Fynn, Cathy Betton
·
Género: Comedia dramática
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Explícate: