Hay quienes abogan por la ignorancia en alguna
materia concreta como medio para renovarla. No se trataría de poner a trabajar
a alguien en cuestiones de las que no conoce nada en absoluto, obviamente, sino
de introducirle en un equipo compuesto por conocedores que empiezan a caer en
la rutina y suministrarle rudimentos de información sobre las cuestiones en que
se está trabajando. Se supone que esa nueva mirada dará lugar a un enfoque
nuevo, ausente de prejuicios, que renovará fecundamente algunos aspectos del
trabajo y solucionará problemas hasta entonces aparentemente insolubles. Es
decir, para sacar del atolladero a quienes están inmersos en él nada como
incorporar a un neófito convenientemente informado de las reglas más básicas y
confiar en su capacidad de innovación.
Cada vez que se habla de la inevitable realidad
del desempleo en la sociedad española actual, recuerdo a Bertrand Russell, uno
de los pensadores más lúcidos del siglo pasado. En concreto, recuerdo un texto
suyo, Elogio de la Ociosidad, Ed.
Edasa, Barcelona, 1986. Hace tiempo hablé de ese texto aquí. En él, el filósofo abogaba por unas jornadas muy
cortas con un sueldo digno como medio para combatir el desempleo, sin olvidar
las más elementales premisas de la justicia social. Recuerdo también un tema de
oposición que tuve que estudiar hace ya muchos años, a principios de los 80.
Entonces los españoles estábamos a punto de quedar atrapados en un atolladero parecido al de ahora,
el desempleo generalizado acechaba a la vuelta de la esquina y, sin embargo reinaba
el mayor de los optimismos, lo que podríamos denominar un ambiente de euforia.
Sí también entonces.
Esa debe ser la explicación, pues de otra forma
carecería de sentido que se intentase preparar a los futuros docentes para una
inminente época de ocio en la que la creciente mecanización produciría
desocupados por doquier. Pero desocupados prósperos, pues el ingenuo redactor
de aquella ilusa lección para opositores debía deducir que, si se reducía la
necesidad de mano de obra, se abreviarían las jornadas laborales, que la longitud de estas
sería proporcional al tiempo requerido pero, lógicamente, sin disminuir los
salarios. En aquella lección de cuento de hadas se abogaba por la proacción,
una postura consistente en adelantarse a las futuras condiciones de vida con el
objetivo de preparar a los que serían nuestros alumnos para vivir en una
sociedad diferente. La que vislumbraba ese ingenuo redactor era, como digo, la
sociedad del ocio. Se preveía que nuestros chicos iban a tener que
desenvolverse en una sociedad mecanizada y próspera en la que se trabajaría muy
pocas horas y, en consecuencia, quedaría gran espacio para la diversión. Luego, en
unos meses, de un día para otro, nos encontramos en una situación de paro
generalizado y, ni que decir tiene, esos temarios desaparecieron poco después, siendo
sustituidos por otros, más realistas, en los que no quedó ni rastro de aquellos
lindos cantos de sirena. ¿Queda alguien que recuerde aquello?
¿Qué había ocurrido? Pues que lo que falló fue el
pronóstico. La situación estaba perfectamente diagnosticada en esas
lecciones para maestros, no así la respuesta de los agentes sociales con
poder sobre las estructuras. No se podía consentir que todo el mundo
aprovechase esa mejora coyuntural, el nivelador funcionó colocando el
rasero donde tuvo a bien y, para que solo pudiesen beneficiarse unos
pocos, hizo su aparición el desempleo masivo. Es decir, ocurrió algo parecido
a lo de hoy y por idénticos motivos. Quizá hoy día seamos más
conscientes pero ¡qué más da! Total para lo que nos sirve.
Vuelvo a Russell que con su mente privilegiada
pudo ejercer el papel de novato sin serlo. Encontró soluciones innovadoras para
un mundo que, también entonces, mediado el siglo XX, se estaba
renovando. ¿Cómo repartir la riqueza? ¿Cuál sería la fórmula para dar ocupación
a los parados? Contesto con otra pregunta. ¿Por qué damos por hecho que la
jornada de trabajo ideal es de ocho horas? Esa costumbre está desfasada desde
que las máquinas han sustituido a las personas. No hay más que cortar las
jornadas por la mitad para poder emplear al doble de gente. Naturalmente, no
estoy hablando de contratos basura sino de la posibilidad de que la jornada
completa de un trabajador sea, en el actual estado de cosas, de cuatro horas
solamente.
¿Qué las ganancias serían mucho menores? Claro.
Estoy hablando de combatir el desempleo, no he dicho nada de mantener los
bolsillos empresariales tan llenos como hasta ahora. Si no luchamos contra la
especulación: la inmobiliaria, la bursátil, la laboral ¿cómo pretendemos que la
gente sea capaz de salir adelante?
Se nos quiere hacer creer que cada ciudadano con
problemas para llegar a fin de mes es el culpable de su situación. De la manera
más sutil y sibilina se nos bombardea con ese mensaje desde los medios de
comunicación y las atalayas de los políticos. Se anima, cada vez más, a tener
ideas, a ser emprendedores, a embarcarse en innovadoras proezas. Pero, ni todos
los ciudadanos son unos genios ni habría mercado para todos en el caso de que
fuera así. El mundo, tal como lo concibe este capitalismo salvaje, está construido
como un balancín: para que unos cuantos ganen cantidades enormes, otros tienen
que pasar hambre. No hay otra solución.
En realidad, la hay. Romper los esquemas y
reconstruirlos de nuevo, impedir los intolerables abusos (legales o no) y
permitir que haya espacio para todos. Si esa utopía de Russell se pusiera en
marcha, habría menos multimillonarios, es cierto, pero la sociedad del ocio que
parecía un hecho cuando estudié aquella oposición se empezaría a atisbar en el
horizonte, nuestros hijos tendrían un futuro, nadie tendría que emigrar, solo saldrían
de sus países respectivos los más aventureros, las mentes inquietas, por puro
amor al arte, o a la cultura, o por el mero placer de viajar.
¿Qué si me he dado un golpe en la cabeza? Pues
no, nací así. Idealista. Pero otras voces reclaman soluciones inéditas, medidas redistributivas, maneras de nivelar desigualdades. Quizá no sea tan descabellado, quizá se pueda. Hay quien habla de una nueva fase en nuestra civilización. No lo creo, porque para ello tendríamos que arrimar todos el hombro y la mayor parte de los que realmente pueden modificar este estado de cosas no parecen estar por la labor.
Es un punto de vista éste muy interesante... Me ha gustado el término "especulación laboral" porque define muy bien este estado de semi esclavitud al que quieren someter al trabajador algunos agentes. En los tiempos que corren, los docentes no podemos dejar de insistir a nuestros alumnos en que sean críticos, que cambien los paradigmas obsoletos y denigrantes que les venden los opulentos, después de su banquete... Un saludo
ResponderEliminarHabría que hacer algo -pacífico pero efectivo- antes de que tus alumnos tomen las riendas del país. Cuando lleguen ellos puede que ni siquiera se pueda hacer nada, ahora estamos a tiempo pero, la verdad, veo a la gente muy dormida, ¿no crees?
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