Nací
en 1920, cuando los carromatos surcaban
los caminos y cuerpos mendicantes exhibían por doquier su miseria. Mis padres,
cuyo propósito al traerme a este mundo era meramente lucrativo, decidieron
dejarme en la puerta del orfanato municipal cuando tan solo contaba diez días.
Ambos formaban parte de una troupe circense y les bastó con echar una primera
ojeada sobre mí para convencerse de que, durante largo tiempo, no iba a suponer
para ellos más que una carga. Nunca antes habían visto a un bebé de cerca y
debían pensar que madurábamos mucho más deprisa. El plan que habían concebido
consistía en enseñarme a cepillar animales, darles de comer y acarrear bultos
en cuanto pudiese mantenerme en pie, e instruirme en alguna de las habilidades
circenses (payaso, trapecista, domador) para que me convirtiera en la estrella
de la función –presuponían mi habilidad innata para cualquiera de ellas al
haber sido adiestrado en sus secretos desde la más tierna infancia– con la que pensaban
nadar en la abundancia sin que yo percibiese ni un céntimo. Incluso tenían previsto
ahorrar en mi manutención acostumbrándome a ser frugal desde el principio.
Georges Seurat - El circo |
Mi
padre era faquir, según creo, y mi madre mujer barbuda. Quien le fabricaba las
barbas postizas era mi abuela paterna, a la que nunca llegué a conocer, un
prodigio de habilidad según tengo entendido, pues no había forma de distinguir
sus creaciones de la natural vellosidad ni arrancárselas por mucho que tirasen
de ellas a no ser que las pusiesen a remojar en un mejunje de su invención.
En cuanto mis padres comprendieron su error, decidieron prescindir de mí durante los cinco o seis años precisos para que adquiriese la fortaleza y conocimiento que garantizarían su futura inversión. Para llevar a cabo su abandono, lo mejor que se les ocurrió fue meterme en un saco y colocarlo en el último escalón de la entrada principal del orfanato, tocar el timbre y doblar la esquina a todo correr.
En
aquella institución fui feliz. El tío Braulio, encargado de la enfermería y
solterón recalcitrante, fue como un padre para mí. Él me enseñó lo que creyó
necesario para convertirme en un hombre. Mis profesores no eran precisamente unas
lumbreras pero hacían lo que podían por un salario más que exiguo, el afecto
que sentía por mis compañeros me hizo un experto en peleas, me convertí en
inseparable de Batuta, el mastín que ladraba a los intrusos haciéndoles creer
que mordía. Y, como me mantenían bien alimentado, crecí robusto y saludable.
Georges Seurat - El desfile del circo |
El
día de mi partida el orfanato en pleno amaneció inundado en llanto. Organizaron
una fiesta con flores, dulces y música y, para rematar tanta felicidad, me
regalaron a Batuta. Braulio pensó que con ello me garantizaría un compañero
insobornable, nunca lo hubiera hecho, el pobre perro murió pronto de inanición
y yo no le seguí de milagro. Debía entrar en la jaula de los leones sin
preparación previa con grave peligro para mi vida, montar en bici subido en el
trapecio aunque sufriese de vértigo y me temblasen las piernas, ejercer de criado
para todo a tiempo completo y sin protestar. Años después, obnubilada por una
de sus frecuentes borracheras, mi madre me confesó el motivo real por el que
fui abandonado de esa forma.
Una
noche de otoño, empujado por la más feroz de las desesperaciones, preparé
concienzudamente mi ahorcamiento. Pero algo se torció: en el preciso instante
que la cuerda colgaba de la viga y yo sostenía la banqueta en mis manos,
sencillamente, ella pasó por allí.
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