Las
chicas habían apartado las perchas y estaban fregando unas baldosas de cerámica
color esmeralda que relucían incluso en los trechos dónde el sol de la mañana no alcanzaba
a llegar. Los dos cubos retrocedían lentamente hasta al fondo. Toño esperó a
que se ocultasen tras las cortinas blancas del probador. Entonces asomó la
cabeza e hizo una seña a la mujer de la caja.
-¡Chist! Alo, soy yo.
-Sabino, ¿otra vez? ¿Qué quieres? Aún no hemos abierto la tienda.
-Este trozo ya está seco. ¿Puedo entrar?
-¿Para qué? Ya te he dicho…
Blasco Mentor (1919-2003) - El espejo - Óleo sobre tela (1986) |
Pero
Sabino, Toño o quienquiera que fuese, había entrado ya resueltamente y hacía
gala de su desenvoltura acodándose en el mostrador y lanzando piropos a diestro
y siniestro.
-¡Ole, las chavalas más lindas del barrio!
Mica
y Ana, que salían ya, cargadas con los cubos, y estaban a punto de entrar en la
trastienda, le acogieron con miradas inquietas y risas estridentes.
-¡Hola
Sabino! ¡Vaya! ¡Qué fresco estás hoy!
-¡P’andares
salerosos los vuestros!
Alondra
lanzó una ojeada fulminante a las chicas.
-Vamos,
vamos. Recoged eso que ya es hora de abrir la tienda.
Toño
se volvió hacia ella, más zalamero que nunca.
-Bueno,
¿cómo está hoy mi reina? Te sienta de maravilla esa túnica. –guiñó un ojo-
¿Tienes algo para mí?
-Aquí
no vas a encontrar nada que te interese y a nosotras nos puedes meter en un
lío. Te he dicho mil veces que no vuelvas más.
-¿A
mí? Nunca te he oído tal cosa, habrá sido a mi hermano gemelo. Estás siendo muy
injusta.
-Déjate
de gemelos y monsergas, y sal de aquí. Ya.
Las
dependientas se habían quitado las batas y lucían el mismo kimono violeta que
la dueña del establecimiento.
Ana,
con el pelo azabache recogido en un moño y andares de geisha, se adelantó,
agitando el manojo de llaves, para abrir la puerta principal. Al instante, sin
que nadie pudiera explicarse cómo, dos niños asustados irrumpieron en tromba,
dieron unos cuantos traspiés y fueron a caer a los pies del expositor de
bikinis que Mika acababa de instalar. Hubo unos segundos de aturdimiento. Podían
ver el pasmo y el temor en los ojos de los críos pero estaban tan consternados
que no sabían cómo reaccionar.
Por
primera vez, Alondra fijó la vista en Toño.
-¿Los
conoces?
-¡Por
supuesto! Son los hijos de Bernardo.
Julio
se incorporó sacudiéndose las rodillas.
-Buenos
día, señoras. Yo soy Agosto y ella Rosanita.
-Rosana.
–Chilló la aludida.
-¡Vaya,
vaya! Alguien os ha dicho que papá se había escondido aquí ¿eh?
Julio
estrujaba la mano de su hermana mirando fijamente a Alondra. Alguna corriente
se estableció entre los dos porque, a partir de entonces, ya no soltó prenda.
-¿Aquí?
No, aquí no. Encontramos la dirección del pub donde dicen que estuvo antes de
escaparse y hemos venido a echar un vistazo. Está al otro lado de esa pared, -y
señaló el enorme espejo que reflejaba la espalda de la jefa- hemos fisgado un
poco pero no salía nadie, hasta que ha llegado un hombre con un palo y se ha
echado encima de nosotros.
Mica
se acercó a ellos, esbozó un gesto maternal.
-¿Tú
tienes miedo, niña?
-¡Mmmm!
-Pues
venid conmigo, ¿queréis un zumito, un poleo…?
Y
los sacó de allí sin más.
Toño
se volvió de nuevo hacia Alondra.
-Mira
qué casualidad. ¿Dónde han ido a parar los muchachos? Aquí. Ni más ni menos.
¿Quieres explicarme por qué?
-La
verdad, no tendría que darte explicaciones, pero tampoco hay ningún misterio.
Ya te lo ha dicho él: su padre está encerrado en el pub y los pobres habrán
creído que ellos solos iban a poder liberarle. Nosotras no sabemos nada, es la
primera vez que veo a esos niños.
-Estaba.
-¿Cómo
dices?
-El
papá de los chavales estaba secuestrado
en ese local de ahí. Pero ya no. Y me consta que vosotras tres sabéis algo. Más
bien mucho que poco. ¿Me estoy equivocando?
En
ese preciso momento, un coche de la policía se paró delante de la puerta.
(Continuará)
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