miércoles, 10 de julio de 2013

Hannah Arendt (2012) / Eichmann en Jerusalén (1963)

 
 

Si los artículos que escribió Hannah Arendt para The New Yorker, así como el ensayo-reportaje en el que analiza sus impresiones del juicio, representan el hallazgo de la banalidad del mal, la indagación pormenorizada de lo que esta banalidad representa y un repaso a sus consecuencias sociales, la película que cuenta estos hechos constituye una evidencia de la integridad personal de la autora. Arendt era judía, vivió algún tiempo en un campo de de concentración, sufrió como todos la pérdida de seres queridos e, inevitablemente, tuvo que exiliarse. No obstante, concede prioridad a lo que escucha, anteponiendo sus irreprochables razonamientos filosóficos y su honestidad de reportera a eventuales, y hasta comprensibles, prejuicios.
Adolf Eichmann  la coincidencia del nombre de pila ya da escalofríos para empezar) fue el comandante de las SS a quien se encomendó el traslado masivo de presos, con el fin de ser deportados en un primer momento y, más adelante –una vez Hitler fue adquiriendo confianza al comprender que sus sórdidos tejemanejes quedaban impunes- con destino a unos campos de concentración convertidos en antesala de los hornos crematorios. Después de la guerra, este hombre habría escapado a Argentina donde vivió tranquilamente durante años camuflado bajo el nombre de Ricardo Klement, pero el 11 de mayo de 1960 fue secuestrado por agentes de los servicios secretos israelíes que, tras obligarle a firmar un documento en el que afirmaba trasladarse voluntariamente, le escoltaron hasta Jerusalén donde, desde 1961, es juzgado por Crímenes contra la Humanidad, condenado finalmente a la horca y ejecutado en la prisión de Ramla el 31 de mayo de 1962.
 A la filósofa y periodista, en su calidad de enviada especial, se le concedió el privilegio de contemplar in situ las incidencias del proceso contra Eichmann. El asombro que le produjo aquel personajillo insignificante, débil de mente y sin ninguna otra particularidad destacable – ni siquiera la demencia- se refleja con claridad en el film y, ¡cómo no! se convierte en la base sobre la que cimenta un pormenorizado y profundo análisis que en 1963 publicará bajo el título de Eichmann en Jerusalén (Un informe sobre la banalidad del mal). Sus reflexiones no son fáciles de seguir pues proceden de una mente privilegiada con una intensa formación filosófica, pero el esfuerzo merece la pena ya que leeremos de principio a fin lo que en la película no se plantea más que someramente. Esto es así, no solo por las conocidas limitaciones del cine en comparación con los soportes escritos, sino porque la película es fundamentalmente biográfica.
 La película
En ella presenciamos la vida personal de Hannah, su interés por trasladarse a Israel y su satisfacción al conseguir ser enviada para cubrir las sesiones, algunas escenas de estas -donde se introducen fotogramas del juicio real en el que podemos contemplar el rostro y las actitudes del reo-, el laborioso proceso de escritura, la polémica que suscitaron sus opiniones en el público así como la mella que esto produjo en su ánimo, las conversaciones con los de su propio círculo y, sobre todo, el apoyo incondicional de aquellos que estaban más cerca. 
 Entre las interpretaciones, -correctas por parte de unos intérpretes con poca ocasión para lucirse debido a la aceleración temporal de la trama y a un superficial análisis de sus rasgos respectivos- destaca la de Barbara Sukowa, que logra transmitir todo el carácter y la determinación del personaje pero también su temperamento reflexivo, las dudas, la debilidad, el cansancio, la rebeldía o los deseos de justificarse públicamente.
Podemos ver a Hannah Arendt enfrentada a una sociedad que esperaba por su parte una condena sin fisuras. Pero el razonamiento del siniestro personaje no carece de lógica: él no era más que un subordinado, cumplía órdenes, se movía dentro de la legalidad más estricta en su época, nunca manchó sus manos de sangre, su cometido consistía, exclusivamente, en el traslado de enormes contingentes de personas. La lógica consternación de la filósofa se produce al descubrir que cualquier sociedad engendra a muchos individuos como él, capaces de ejecutar órdenes sin el menor escrúpulo siempre que la responsabilidad esté a cargo de otros. El deseo de ascender en la escala social, la cobardía, la comodidad, la pereza mental son los motivos que impulsaron la conducta de Eichmann y que conducirían a gran parte de esos honestos ciudadanos que entonces se rasgaban las vestiduras al presenciar el juicio por televisión –así como a muchos de nuestros contemporáneos- a hacer exactamente lo mismo.  O, dicho de otro modo, los mediocres, cortos de miras y estúpidos que produce un país, sea el que sea, son legión siempre.
Tanta complejidad significativa, unos personajes repletos de matices, toda una opinión pública en ebullición, hubiesen merecido un guión más cuidado, mayor profundidad en el diseño de los personajes históricos, más fidelidad y detalle al presentar situaciones reales y, en general, una mirada menos superficial y apresurada. Puede que la dificultad resida en el intento de abarcar cuatro años de la vida de Arendt, desde, aproximadamente, el comienzo del juicio contra Eichmann hasta la hostil recepción de su obra por parte de los intelectuales de entonces. Quizá, si se hubiese centrado en un solo aspecto de los hechos o en un periodo más corto, la dificultad hubiese sido menor y el resultado mucho más brillante.

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