Si los artículos que escribió Hannah Arendt para The New Yorker, así como
el ensayo-reportaje en el que analiza sus impresiones del juicio, representan
el hallazgo de la banalidad del mal,
la indagación pormenorizada de lo que esta banalidad representa y un repaso a sus
consecuencias sociales, la película que cuenta estos hechos constituye una
evidencia de la integridad personal de la autora. Arendt era judía, vivió algún
tiempo en un campo de de concentración, sufrió como todos la pérdida de seres
queridos e, inevitablemente, tuvo que exiliarse. No obstante, concede prioridad
a lo que escucha, anteponiendo sus irreprochables razonamientos filosóficos y su
honestidad de reportera a eventuales, y hasta comprensibles, prejuicios.
Adolf Eichmann la coincidencia del
nombre de pila ya da escalofríos para empezar) fue el comandante de las SS a
quien se encomendó el traslado masivo de presos, con el fin de ser deportados
en un primer momento y, más adelante –una vez Hitler fue adquiriendo confianza
al comprender que sus sórdidos tejemanejes quedaban impunes- con destino a unos
campos de concentración convertidos en antesala de los hornos crematorios.
Después de la guerra, este hombre habría escapado a Argentina donde vivió tranquilamente
durante años camuflado bajo el nombre de Ricardo Klement, pero el 11 de mayo de
1960 fue secuestrado por agentes de los servicios secretos israelíes que, tras
obligarle a firmar un documento en el que afirmaba trasladarse voluntariamente,
le escoltaron hasta Jerusalén donde, desde 1961, es juzgado por Crímenes contra la Humanidad, condenado
finalmente a la horca y ejecutado en la prisión de Ramla el 31 de mayo de 1962.
En ella presenciamos la vida personal de Hannah,
su interés por trasladarse a Israel y su satisfacción al conseguir ser enviada
para cubrir las sesiones, algunas escenas de estas -donde se introducen fotogramas
del juicio real en el que podemos contemplar el rostro y las actitudes del reo-,
el laborioso proceso de escritura, la polémica que suscitaron sus opiniones en
el público así como la mella que esto produjo en su ánimo, las conversaciones
con los de su propio círculo y, sobre todo, el apoyo incondicional de aquellos
que estaban más cerca.
Podemos ver a Hannah Arendt enfrentada a una sociedad
que esperaba por su parte una condena sin fisuras. Pero el razonamiento del
siniestro personaje no carece de lógica: él no era más que un subordinado,
cumplía órdenes, se movía dentro de la legalidad más estricta en su época,
nunca manchó sus manos de sangre, su cometido consistía, exclusivamente, en el
traslado de enormes contingentes de personas. La lógica consternación de la
filósofa se produce al descubrir que cualquier sociedad engendra a muchos
individuos como él, capaces de ejecutar órdenes sin el menor escrúpulo siempre
que la responsabilidad esté a cargo de otros. El deseo de ascender en la escala
social, la cobardía, la comodidad, la pereza mental son los motivos que
impulsaron la conducta de Eichmann y que conducirían a gran parte de esos honestos
ciudadanos que entonces se rasgaban las vestiduras al presenciar el juicio por
televisión –así como a muchos de nuestros contemporáneos- a hacer exactamente
lo mismo. O, dicho de otro modo, los
mediocres, cortos de miras y estúpidos que produce un país, sea el que sea, son
legión siempre.
Tanta complejidad significativa, unos personajes
repletos de matices, toda una opinión pública en ebullición, hubiesen merecido
un guión más cuidado, mayor profundidad en el diseño de los personajes
históricos, más fidelidad y detalle al presentar situaciones reales y, en
general, una mirada menos superficial y apresurada. Puede que la dificultad
resida en el intento de abarcar cuatro años de la vida de Arendt, desde,
aproximadamente, el comienzo del juicio contra Eichmann hasta la hostil
recepción de su obra por parte de los intelectuales de entonces. Quizá, si se
hubiese centrado en un solo aspecto de los hechos o en un periodo más corto, la
dificultad hubiese sido menor y el resultado mucho más brillante.
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