Estaba
acabando noviembre cuando recibió aquella tarjeta. Maite pensó que estaba
invitada a una cena más, de las muchas que se celebraban en el denominado jardín del dios Ra, o lo que es lo
mismo, en el de Raúl y Rafa que, como buenos snob –con su punto chistoso
imprescindible- habían construido allí un templo egipcio y hasta una hilera de
pequeñas pirámides. Ambos eran excelentes cocineros y estaba harta de escuchar
que cuando la panda se dejaba caer por allí intentaba almorzar lo menos posible
para ponerse las botas a conciencia.
Salvador Dalí |
No podía describir su estado de otro modo. El jardín parecía un cuento de hadas nocturno –si tal cosa fuese posible-, salpicado de pequeñas luces en tonos pastel, y las paredes del cenador estaban formadas por rectángulos de cristal enmarcados en forja. Aquello no podía ser más confortable, con ese suave calor procedente del suelo y camareros que iban y venían, empeñados en que nadie sintiese ni el menor atisbo de sed. Pero lo mejor es que todo se estaba desarrollando en su honor. Sin saberlo, había acudido a celebrar su propio cumpleaños.
Le
daba vueltas la cabeza, pero aquel era un torbellino feliz. Se sentía como una
princesa borracha y eso le parecía maravilloso.
Bailaron.
La música no era la apropiada, pero estaba tan bien elegida que daba lo mismo.
En eso tampoco se fijó hasta después, seguía sin estar en sus cabales, aunque
identificó sin dudarlo a Camarón, Nirvana y Satie, todo en la misma coctelera,
dónde, curiosamente, estaba su cabeza también. Sintió cómo alguien batía música
con la misma varilla que removía sus sesos. Unas chispas, o burbujas de
colores, se elevaban por el aire a ritmo de rock. De pronto, se encontró
bailando un vals, su pareja era un larguirucho de pelo lacio y rostro amarillento
que no había visto nunca. Más tarde, Raúl golpeó un gong y todo quedó en
silencio. Aturdida, escuchó cómo Rafa, subido a la tarima central, anunciaba,
micrófono en mano, la intervención de un pitoniso.
Salvador Dalí |
-Damas
y caballeros, mantengan el orden. Será la homenajeada quien inicie la ronda de
consultas.
En su confusión comprendió que se refería a ella. La avalancha que avanzaba hacia el extremo izquierdo le abrió paso y se encontró sentada a una mesita de tijera enfrente de un indio con turbante.
-Deme la mano, señorita. Ahora cierre los ojos y escoja diez cartas del montón.
En su confusión comprendió que se refería a ella. La avalancha que avanzaba hacia el extremo izquierdo le abrió paso y se encontró sentada a una mesita de tijera enfrente de un indio con turbante.
-Deme la mano, señorita. Ahora cierre los ojos y escoja diez cartas del montón.
(Continuará)
Está bien escrito, en mi impresión falta agregarle argumento, esta como esbozado o solo lleva algunos detalles sueltos. Me parece un buen ejercicio literario y podría ser una historia interesante. Me gustan las pinturas de Dalí que acompañan el relato, no son tan bellas sino curiosas, enigmáticas y seductoras de una manera que crean atención. Un saludo.
ResponderEliminarHola Mario. Me alegra que te guste. Claro que falta algo: esta es solo la primera entrega del "Cuento de verano"; ya hay otras dos publicadas y falta la última (o dos, si decido partirla)
ResponderEliminarPara leer el relato completo, solo tienes que pinchar la etiqueta "Adivino y rubia". Espero no decepcionarte. Saludos