Nos encontramos ante una obra excepcionalmente
rigurosa, Arendt aprovecha todos los datos que el juicio contra Eichmann puso a
su disposición, los organiza concienzudamente, realiza un exhaustivo análisis
utilizando tanto la sutileza intelectual que le proporcionaba su condición de
filósofa como su propia perspicacia. Todo ello da lugar, por una parte
a que su lectura no resulte sencilla en absoluto, por otra a que sus
conclusiones no sean las que todo el mundo esperaba lo que daría lugar en su
tiempo a una apasionada polémica y a una hostilidad inmerecida.
Paradójicamente, esa actitud de rechazo estaba originada por el mismo espíritu
de rebaño que impulsó a Eichmann a hacer lo que hizo. Cuando el ser humano se
deja guiar ciegamente por lo que piensa todo el mundo, sin plantearse con la
honradez intelectual de la filósofa, cual es su propia opinión personal, se
produce toda clase de aberraciones. Lo de menos es si Hannah Arendt estaba o no
en lo cierto, importa sobre todo que se enfrentó primero a sí misma para
hacerse preguntas y, una vez que sus respuestas no eran las políticamente
correctas, a todos los demás. Si el periodo analizado hubiese sido rico en
personas como ella, se hubiese originado un sano debate, puesto en tela de
juicio los dogmas oficiales y nunca hubiera existido el nazismo. La conclusión
de Arendt fue, sencillamente, que lo que
da lugar a estos excesos es la estupidez, la misma ni más ni menos, que más
tarde indujo a la opinión pública a condenarla a ella.
La autora no se conforma con presenciar el juicio, indaga también sus precedentes. Investiga la biografía del acusado y se entera de lo que ya se intuía a simple vista, que no era más un pobre diablo, un vulgar oficinista acomplejado por su pobre éxito profesional en relación con el resto de la familia. Su capacidad organizativa y su excelente disposición a transigir con lo que hiciese falta con tal de obtener un puesto de responsabilidad le colocaron al frente de la enorme maquinaría que transportaría a millones de judíos a una muerte segura. Por si nos quedase alguna duda, detalla las ocasiones en que Eichmann se vio obligado a visitar los campos, qué instalaciones pudo o tuvo que ver forzosamente. Si él había enviado a centenares de personas a un lugar concreto una y otra vez y no tenía constancia de que se hubiesen movido de allí cuando era obligado que cualquier transporte masivo pasase por sus manos, la conclusión era inevitable.
Hasta el propio acusado reconoce que conocía el destino de aquella multitud. Y aún así, no solo se considera inocente, sino que defiende con firmeza y seguridad que estaba cumpliendo con su deber y acatando las leyes que regían en ese momento en Alemania. En ocasiones, revienta la estrategia de un abogado cuya indecisión y falta de firmeza también asombra a la filósofa.
La autora no se conforma con presenciar el juicio, indaga también sus precedentes. Investiga la biografía del acusado y se entera de lo que ya se intuía a simple vista, que no era más un pobre diablo, un vulgar oficinista acomplejado por su pobre éxito profesional en relación con el resto de la familia. Su capacidad organizativa y su excelente disposición a transigir con lo que hiciese falta con tal de obtener un puesto de responsabilidad le colocaron al frente de la enorme maquinaría que transportaría a millones de judíos a una muerte segura. Por si nos quedase alguna duda, detalla las ocasiones en que Eichmann se vio obligado a visitar los campos, qué instalaciones pudo o tuvo que ver forzosamente. Si él había enviado a centenares de personas a un lugar concreto una y otra vez y no tenía constancia de que se hubiesen movido de allí cuando era obligado que cualquier transporte masivo pasase por sus manos, la conclusión era inevitable.
Hasta el propio acusado reconoce que conocía el destino de aquella multitud. Y aún así, no solo se considera inocente, sino que defiende con firmeza y seguridad que estaba cumpliendo con su deber y acatando las leyes que regían en ese momento en Alemania. En ocasiones, revienta la estrategia de un abogado cuya indecisión y falta de firmeza también asombra a la filósofa.
Según dice, los jueces:
“quizá estaban demasiado
convencidos de los conceptos que forman la base de su ministerio para admitir
que una persona «normal», que no era un débil mental, ni un cínico, ni un
doctrinario, fuese totalmente incapaz de distinguir el bien del mal. (…) Sin
embargo, en las circunstancias imperantes en el Tercer Reich, tan solo los
seres «excepcionales» podían reaccionar «normalmente»”.
Pero Eichmann, además de carecer de pensamiento autónomo, según hemos visto
más arriba, manifestó su imposibilidad “para pensar desde el punto de vista
de otra persona”. Una falta de empatía también alarmantemente común entre
nuestros contemporáneos. Sospecho que el material humano no es muy diferente
del de estos tiempos. Porque de la impunidad del nazismo fue cómplice la
sociedad alemana en bloque, ni más ni menos que ocho millones de personas con
las que el reo estaba en sintonía, personas “resguardadas de la realidad por
el mismo autoengaño, mentiras y estupidez” (pag. 82).
Desde un punto de vista político,
que no jurídico, Arendt otorga una enorme importancia a la cantidad de tiempo
que necesitan las personas comunes y corrientes “para vencer la innata
repugnancia hacia el delito, y qué le ocurre exactamente a tal persona cuando
se encuentra en este caso” Si una nación entera, al no manifestar ningún
rechazo en absoluto a las maniobras nazis, les daba su beneplácito “lo que
se grababa en las mentes de aquellos hombres que se habían convertido en
asesinos era la simple idea de estar dedicados a una tarea histórica,
grandiosa, única que, en consecuencia, constituía una pesada carga” (pag.
156). Conste que la personalidad de los que llevaron a cabo el genocidio era
tan normal como la del resto de la población, pues parece ser que los
dirigentes nazis expulsaban automáticamente a todo el que presentaba tendencias
homicidas y sádicas. En consecuencia, -y esto es lo que produce escalofríos- lo que estaba ocurriendo en toda Europa no era
otra cosa que un colectivo auto-lavado de cerebros.
Es cierto que los ciudadanos de entonces -¿y de ahora?- se dejaron
manipular de alguna forma, pero también que se encontraban indefensos ante las
sutilísimas tácticas de persuasión que se idearon desde la cúpula. Una de las
más efectivas fue establecer distinciones entre los judíos (por nacionalidad,
por categoría militar, por estatus etc.) contribuyendo a la confusión general, distinciones,
por otra parte, sin ningún fundamento ya que para la mentalidad nazi “un judío siempre era un judío”. Igualmente,
se allanarían el camino al ganarse la alianza de los más destacados de entre
ellos, que consentirían en entregar a sus correligionarios con la esperanza de salvar
la piel; pero una vez que el dirigente carece de pueblo a sus pies no es nadie
y se le puede sacrificar impunemente. Esta última constatación –a pesar de ser
un hecho probado- tampoco se la perdonarían a nuestra autora.
Pero la maniobra que, quizá, contribuiría más eficazmente a que la Solución Final ideada por Hitler se ejecutara
sin mayores obstáculos es que no se concretó en una simple ley sino que “fue
seguida por un diluvio de reglamentos y ordenanzas, documentos todos redactados
por expertos juristas que cumplieron muy eficazmente la función de dar externa
apariencia de legalidad a la situación existente”. Por otra parte, la forma
de proceder de los ejecutores se inspiraba en los métodos de trabajo de una
cadena de producción, lo que contribuyó a repartir la responsabilidad de los asesinos
hasta casi disolverla. Un estado cosas que produciría en ellos una falsa
sensación de impunidad, confundiendo el presente con el futuro y dando por
sentado que jamás se castigarían sus crímenes.
Parece evidente que si los nazis se salieron con la suya fue, fundamentalmente,
por carecer de verdadera oposición. Arendt informa también de lo ocurrido fuera
de Alemania. En el panorama europeo, fueron húngaros y rumanos quienes acataron
con más facilidad las órdenes recibidas de Berlín; al otro extremo, Dinamarca –seguida
de Grecia- fue la nación que se opuso frontalmente a sus propósitos saboteando
sistemáticamente las maniobras de exterminio. Curiosamente, cuando los nazis “se
enfrentaron con una resistencia basada en razones de principio, su dureza se
derritió como mantequilla puesta al fuego”.
Por último, la
autora considera que el tribunal debía haber perseguido otros objetivos además
del de condenar a Eichmann, y concluye que, desde un punto de vista ético y
jurídico fracaso estrepitosamente. Señala
la dudosa legalidad del arresto y la consecuente ilegalidad del juicio insinuando que se trata de una farsa llevada a cabo con la
complicidad internacional. Tampoco elude la cuestión de la legitimidad de
Israel para ser quien se arrogue la facultad de juzgar a Eichmann por encima de
organizaciones supranacionales y de la opinión de los demás países,
presentándolo como un hecho consumado que, en este caso, tal como ocurrió con
los hechos objeto de juicio, nadie se atrevió a rebatir. En definitiva, estas
son las grandes lagunas que arrastra la sentencia: “1)
el problema de la parcialidad propia de un tribunal formado por los vencedores,
2) el de una justa definición de «delito contra la humanidad»". (Arendt
argumenta que los delitos contemplados en el proceso, al ser desconocidos hasta
entonces, no constan como tales en ningún código penal de la época y, por tanto
y hasta una revisión de estos, se carece de procedimientos legales para
abordarlos legítimamente). “3) el de establecer claramente el perfil del
nuevo tipo de delincuente que comete este tipo de delito” pues “la premisa común a todos los
ordenamientos jurídicos es que, para la comisión de un delito, es
imprescindible que concurra el ánimo de causar daño. Cuando, por las razones
que sean, el sujeto activo no puede distinguir claramente entre el bien y el
mal consideramos que no puede haber delito” así como el que da por supuesto
que “cuando todos o casi todos son
culpables, nadie lo es”. Criterios que pierden validez en circunstancias
como aquellas, en las que habría que presumirse, al contrario de lo sostenido
hasta entonces que “el grado de responsabilidad aumenta a medida que nos
alejamos del hombre que sostiene en sus manos el instrumento fatal”.
¿Se perdió una oportunidad única de modificar la legislación previamente al
juicio? Naturalmente, el informe lo demuestra.
Muy buenos artículos, Molina, parece que te gusta el cine, porque el de "La vida de Pi" también estaba muy matizado. Esta cuestión de la falta de compromiso personal del común de los mortales y del seguidismo con que naciones enteras aceptan de manera acrítica lo impuesto por el poder o la ideología dominante me la he encontrado mucho últimamente. Y es escalofriante pero es así: salvadas las diferencias, la pasividad de la sociedad que permite las aberraciones es la misma en los actuales tiempos de corrupción que en los del nazismo o la Inquisición. Es escalofriante, porque, además, la historia está repleta de aberraciones que se cometieron ante el silencio cómplice de la mayoría. El puñado de locos que se atrevían a denunciar el horror, por lo general, eran perseguidos, inmolados o, en el mejor de los casos, ignorados. Que con el paso del tiempo se les reconociera no deja de ser una triste ironía.
ResponderEliminarMuchas gracias. Me alegro que te hayan gustado. Tanto La vida de Pi como Eichmann los había leído hace tiempo y he visto las pelis cuando las estrenaron.
ResponderEliminarDe los dos he comentado libro y película. En Pi van ambos en el mismo post, en Eichmann, la introducción y el comentario a la peli van en el anterior y el del libro en este.
El de Pi parece frívolo a primera vista pero plantea cuestiones éticas de peso y en este es más que evidente. Por eso me ha interesado mezclar soportes y entrar un poco a saco en ellos.
Nos leemos. Saludos
Creo recordar vagamente que tú no ponías muy bien la película de Pi, pero apuntabas cosas interesantes de la historia; como además tengo un amigo que no deja de decirme que tengo que ver la película, algún día me tendré que decidir, aunque no creo que le hinque el diente al libro. En cuanto a la obra escrita de Arendt, es un poquito imperdonable que no haya leído nada, siquiera este famoso libro-reportaje, pero no tardará en caer, ya lo verás.
ResponderEliminarLa película es muy visual y bastante fiel al libro pero si no estás (muy) atento en la escena final te perderás lo más importante.
ResponderEliminarPara el libro de Arendt, come muchas lentejas mientras lo estés leyendo. Por la cosa del hierro, digo. Tenía una profundidad filosófica la buena mujer... O sea, que hay que cogerlo con ganas. Yo lo hice y me encantó pero me costó lo mío.