Me
senté en la butaca con la mente en blanco. Mi amiga se había encargado de
comprar las entradas. Pensábamos ver otra película pero la sala dónde se
exhibía había sufrido un contratiempo. No tenía ni idea de lo que íbamos a ver.
La primera escena, un padre despidiéndose de su hijo en el aeropuerto, con toda
su carga de significado, tanto en lo dicho como en lo supuesto, deja al
espectador en tensión. La siguiente mostraba otros personajes, un escenario
diferente. Me trasladé a Grecia con todos mis sentidos y la trama me abdujo por
completo; ya no me moví de allí hasta el final. Después, me he molestado en
informarme y he sabido mucho, muchísimo más de esta entrañable y (no obstante)
excelente película.
Tendré
que ver la segunda. Según dicen, se apoya en la anterior para mejorarla con
mucho. La regla de las secuelas vuelve
a vulnerarse aquí como lo hizo, sin discusión, en Noveccento y contadas veces más. En aquel caso, toda la producción
constituyó un todo orgánico de igual nivel, en este, el producto parece haber
madurado espléndidamente. Como el buen vino, como los propios actores y al
igual que unos textos que pretenden encerrar la esencia de la vida y de las
relaciones de pareja y han sido ideados por seis manos talentosas: la del
director y la de los actores protagonistas.
Grecia,
la cuna del teatro, alberga un texto, posiblemente más teatral que
cinematográfico, y unas actuaciones dignas del local más prestigioso, sin
olvidar, que el paisaje supera, con mucho, las posibilidades de la mejor escenografía.
Allí, en aquel escenario idílico se desarrolla un episodio bastante
significativo de una historia de amor. De las verdaderas, no las de caramelo, entre
dos personas que se siguen queriendo después de haber tenido dos hijas y arrastrar
tras ellos años de convivencia, parecida a las que cualquiera de nosotros hemos
podido vivir, analizada inteligentemente, diseccionada con pulcritud y detalle
y representada con una vehemencia y una convicción dignas de la realidad que se
recrea y de las personalidades que se van construyendo ante las cámaras.
Aunque
el diálogo predomina sobre todo los demás, la atención no decae en ningún
momento. Porque la intensidad de lo narrado va aumentando progresivamente, porque los cambios de plano se suceden
sabiamente, porque lo que se cuenta es complejo y verosímil, por la coherencia
del argumento en sí mismo y con las dos películas precedentes, por la perfecta
dosificación de la intriga (que existe), porque está plagado de encanto y
maravilla, porque las actuaciones son exquisitas, porque no olvida incluir
alguna –interesantísima y muy bien ejecutada- escena de grupo y, sobre todo y
ante todo, porque la vida es eso, para bien y para mal.
El clímax final se
convierte así en la apoteosis, la gran traca; no de fuegos artificiales sino de
rayos y centellas, de algo real, natural, tan vivo como el bullir de las
cabezas de los que estábamos allí contemplándolo. Y puedo afirmar que era
tremendo.
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