Acabas de comprarte un piso, a medias con tu pareja,
claro, y estáis los dos en el despacho del director de la entidad. Sois dos
personas: tu flamante marido y tú. En los documentos figuran, naturalmente, dos
apellidos (en realidad cuatro). Pero en la charlatanería disparatada del
ejecutivo –que llegó a exigiros cinco avales- solo aparece uno de ellos.
Respiras hondo y escuchas con resignación el tedioso discurso, que más bien
parece un partido de pelota: “Los avalistas del Señor Ramírez, los avalistas de
la Señora de Ramírez”. Esa tal Señora de Ramírez parece ser que eres tú pero
hasta el sábado pasado eras nada más que Almudena. Y nada menos.
Tanto Señor, Señora, Ramírez y De se enzarzan entre sus dientes que te pones a escuchar intrigada con la esperanza de que se le trabe la lengua. Y se le traba, sí, de vez en cuando, pero él continúa impávido, seguro de sí mismo, inmune al desaliento y tú vuelves a aburrirte. También notas un sabor metálico en la lengua y piensas que, a este paso, acabarás depresiva, hundida en la miseria, oculta en el último rincón de una casa cuyos muebles te negarás a elegir, sin comer, dormir ni encender la luz. Y todo por un nombre. Pero es que hasta hace poco aún te llamabas Almudena. Y tenías un apellido precioso, no ese Ramírez fabricado en serie en los tiempos de Maricastaña.
Pablo Ruiz Picasso - Retrato de Dora Maar (1937) -
Óleo sobre tabla -Museé National Picasso, París
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Antes te habías cansado de ser la enfermera de la
familia, la soltera de tu grupo de amigas, la gallega de tu bloque, la atea de tu
asociación profesional, la pelirroja de toda la comarca, la novia del
neurocirujano entre tus tíos, la más joven de tu promoción, la única mujer que
practica boxeo en tu gimnasio, la hija del taxista del barrio, la afiliada al CIE
que tuvo la osadía de recibir a la prensa, la española cuando te escuchan alzar
la voz en los viajes al extranjero, la pija entre tus compañeros del cole. Pero tú eres Almudena.
Tienes entidad propia. La social es un invento que no dice mucho de ti. Estás
casada con Juanjo y le amas pero no te sientes Señora De Ramírez. Un día de
estos te retirarás sola a un lugar escondido y no darás pistas. Serás Almudena
otra vez. No tendrás padres, ni marido, ni profesión, ni ideas, ni aficiones,
ni siquiera color de pelo porque te lo habrás teñido del castaño más común que
encuentres. Entonces nadie podrá catalogarte, supondrán que si no mencionas tu
pasado será por inconfesable y desconfiarán de ti, que si no defiendes a tu
grupo es que este no existe y te ignorarán, que si no presumes de tu categoría
es que no tienes donde caerte muerta y te despreciarán. Pero tú estarás
contenta porque por fin serás tú misma. Habrás conseguido tu objetivo. Salirte
con la tuya. Rebelarte.
(¡Alto! No vayáis a colgarle otra etiqueta. Ella no es La Rebelde, tan solo una rebelde más entre otras muchas.)
Somos muchas las que nos sentimos como Almudena.
ResponderEliminarSomos unas cuantas las que sentimos de vez en cuando la tentación de desaparecer por un tiempo y ser sólo Almudena, Tesa o María, sin roles, etiquetas y obligaciones de género.
Que pases un feliz verano. Nos leemos a la vuelta.
Un beso,
Pero también pasa con el otro sexo. Se cataloga a la gente por la nacionalidad, la religión, la clase social, la situación laboral, la profesión...
ResponderEliminarY todo eso configura una personalidad única. El problema viene cuando se reduce todo a una de las identidades. Entonces se juzga a la persona por un solo átomo significativo de los miles que le configuran.
Centrado en otros contextos pero muy util para entender la idea (e interesante todo él) es el ensayo "Identidades asesinas" de Amin Maalouf. Si no lo has leído, te lo recomiendo para la temporada que viene, en verano resultará algo pesado.
Besos y hasta pronto