A
Eusebio Contreras le despertó un borboteó de cañerías justo en la pared donde
se apoyaba el cabecero. Se filtraba un filo de claridad por el hueco de la
persiana pero provenía de las farolas, aún no había empezado a amanecer. Como
estaba seguro de que no iba a volver a dormirse, salió a la calle, se sentó en
uno de los bancos del jardín, el que quedaba frente al estanque, después de
buscarlo a tientas y palpar su madera humedecida por el relente. Gracias al
alboroto de los pájaros que habían dormido en las ramas de encima del agua supo
que eran las cinco. Aún faltaba mucho para la salida del sol, pero no pensaba
moverse de allí. Era consciente del privilegio que suponía disfrutar de
trescientos sesenta y cinco días al año de espectáculos impresionantes, todos
diferentes entre sí, a cual más solemne, más espectacular.
Pero
ese día, por desgracia, lo venció el sueño. Escuchó una cascada de sonidos, le
envolvió una tonalidad malva y presenció todas las fases de un amanecer
ficticio. Cuando estaba empezando a tiritar, se despertó.
Era
ya pleno día. La ventana más alta de la casa amarilla agitó sus cortinas
floreadas. Le intrigaba aquel espía anónimo que le observaba cada mañana sin
dejarse ver nunca. Esa era la parte más apasionante de su vida. Sentir unos
ojos clavados en él, fantasear sobre la identidad de su propietario y los
motivos que le impulsaban a no perderle de vista le hacían sentirse el
protagonista de una novela de misterio.
Como todas las mañanas,
dos figuras se acercaron a él con cautela. Cada uno por un lado, rodearon el
banco, se sentaron junto a él y, pacientemente, volvieron a explicarle, una vez
más, que el mundo seguiría en su sitio si se perdía una salida del sol, que sin
moverse de la ventana del sanatorio podía verla con todo detalle, que no se
llamaba Eusebio Contreras ni el espectáculo del amanecer era ejecutado cada día
en su honor. Como todas las mañanas, el falso Eusebio lloró amargamente y, con
la mayor mansedumbre, se dejó conducir hasta su cuarto.
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