Raúl
y yo tomábamos el fresco en la terraza a la caída del sol. Él había dormido mal
esa noche y no dejaba de bostezar, pero yo estaba alerta. Cuando uno de los
últimos rayos incidió sobre el tejadillo de la tienda de alfombras, me pareció
ver allá abajo un bulto difuso que se amparaba en la oscuridad, quizá para
cometer algún delito. Temblé un poco y me pareció un mal presagio. Algo iba a
ocurrir, lo sentía en la vibración del aire y en el aleteo de los vencejos, que
ahora se habían callado y batían las alas con una lentitud insólita.
-Vamos
a coger frío. –le dije- Cariño, ¿puedes traerme el chal? Y, de paso, ponte una
chaqueta, anda.
En
cuanto dio media vuelta, añadí.
-Oye,
¿te apetece un té?
-¿Lo
tengo que hacer yo?
Le
escuché refunfuñar, pero ya había entrado en casa y estaba segura de que el
ritual le llevaría su tiempo. Si no ocurría nada extraño, podíamos tomarlo allí
mismo, pero era poco probable. Podía ver la sombra, larga y curvada, elevar el
brazo empuñando algo. La segunda figura no era más que un borrón que se
tambaleó en el preciso momento que escuché el estallido. El que había disparado
permaneció impasible admirando su obra. Adiviné su mirada cruel, pero el sol descendió
un poco más, los cristales quedaron en sombra y la vista dejó de ayudarme.
En
el tiempo transcurrido, me mantuve alerta a los sonidos de dentro: la tetera,
las tazas, el tintineo de las cucharillas. Ahora abre el armario, que chirría
con ese ruido peculiar, y saca el azucarero arrastrándolo un poco porque no
llega bien hasta el estante. Aún le falta ponerlo en la bandeja y abrir el
cajón de la mesa, sacar dos servilletas planchadas, volver a cerrarlo
Las
farolas de la calle se encendieron de pronto y su resplandor rebotó sobre el
pecho del muerto. Entonces sorprendí al asesino reptando por la barandilla como
una alimaña, me fijé en su sonrisa de triunfo, en cómo ocultaba el arma dentro
del canalón y saltaba sobre el alfeizar más cercano. Las suelas del pobre
desgraciado habían quedado apuntando hacia la calle, me pareció atisbar un
charco de sangre extendiéndose por la tarima, a lo lejos se oía un coro de
perros enloquecidos, la luna empezaba a blanquear.
Raúl
venía ya por el pasillo, escuché el tintineo de una cucharilla en la loza. No
podía permitir que viese aquello.
-Mira,
está oscureciendo. Ahora sí que hace frío aquí fuera, se ha levantado un viento
terrible. ¿Te parece que nos lo tomemos
ahí dentro? Voy a por las pastas.
Un relato excelente, muy cinematográfico y con mucho ritmo.
ResponderEliminarMe encantan esos pequeños detalles el tintineo de la cuchara, el arrastre del azucarero...
He disfrutado muchos con esta lectura, espero que los protagonistas disfruten por fin de su té.
Lo siento por el pobre diablo que yace con las suelas de sus zapatos apuntando a la calle, como si quisiera salir corriendo. No va a poder ser.
Un beso,
Gracias bonita. Lo escribo porque me lo paso bien, igual que tú con tus post y tus fotos. Pero también pensando en los que me leen. A ver si hay más gente que se anima a dar su opinión, sea la que sea. Dáos cuenta chicas/os que el feed-back para un bloguero es muy importante. Y sé que me leeis, puedo veroooossss.
ResponderEliminarUn beso grande