¡Qué difícil resulta a veces considerar libertad de
expresión a lo que no es sino un claro atropello a los derechos humanos! Pero el cangrejo
retrocede, nunca adelanta, y eso hay que denunciarlo. Estoy hablando de libros.
De dos, en concreto, escritos por, nada más y nada menos, que dos premios Nobel.
Y no dos Nobel cualquiera, sino dos grandes de verdad, de esos que el mundo
entero considera merecidos sin vuelta de hoja posible. Dos hombres cuya edad
nos obliga a considerarlos venerables. Procedentes de países profundamente
sexistas. De generaciones lejanas entre sí. Uno sigue entre nosotros, espero
que por mucho tiempo, el otro nos dejó ya. Me estoy refiriendo a Yasunari
Kawata y a Gabriel García Márquez, y en concreto a dos novelas cortas escritas
por ellos, la segunda inspirada en la primera: La casa de las bellas durmientes y Memorias de mis putas tristes.
Es cierto que se puede (y debe) escribir de todo,
que es legítimo retratar las costumbres humanas, plasmar la realidad en
palabras, que eso es lo que hacen las novelas, y lo que ha hecho al género
grande y perdurable en el tiempo. Pero cuando el escritor legitima una
situación profundamente injusta, abusiva, cuando realiza una obra de arte,
recrea magníficamente un ambiente, convierte en lírica lo que está podrido,
llama amor a la esclavitud, satura de eufemismos su prosa para justificar lo
inconcebible, es necesario y urgente utilizar nuestra propia libertad para
poner las cosas en su sitio.
Hace años ya que leí la novela japonesa. Con la
razón supe que se trataba de una auténtica obra de arte y, sin embargo, no fui capaz de disfrutarla, sobrecogida por lo
que estaba leyendo. ¡Niñas cuya vida se pone reiteradamente en peligro para
satisfacer las fantasías de ancianos acaudalados! ¡Una muerte juvenil
vergonzosamente justificada en el argumento!
Al autor colombiano debió estimularle tanto la
realidad descrita en la novela (incluso literariamente) que, primero, escribió
un relato corto, El avión de la bella
durmiente, mucho más aséptico, que incluiría en Doce cuentos peregrinos. No satisfecho con esto, décadas más tarde,
concibió la aberración que acabo de mencionar y que cayó en mis manos hace solo
unos días.
Sí. Es lícito y deseable retratar la realidad.
Incluso tomar partido por lo abyecto y darle una forma poética que lo disfrace.
Pero en nuestra mano está desentrañar las claves, hablar claro, destapar el
frasco para que se extiendan los malos olores, llamar a las cosas por su
nombre, en una palabra, desenmascarar al artista.
Vuelvo a reconocer que las dos novelas son
meritorias, la del japonés perfecta, la colombiana decae a partir de la mitad,
se ve que su autor se atasca en la trama que ha urdido, que se le cae de las
manos la historia. Aún así, sale airoso como el enorme profesional que es. Pero
es precisamente este talento lo que enmascara la sordidez de las realidades que
presentan, ese hábil punto de vista que confunde al lector, esa pasión la que
altera los conceptos. Aquí no hay amor sino negocio, anulación, tráfico de
seres humanos, y debemos reconocerlo con todas las letras. Hace unos pocos días
asistí a una tertulia en la que se comentaban ambas obras maestras y salí
escandalizada. En primer lugar porque no se me dejó hablar, ni a mí ni a las que
pensaban como yo. Después porque el resto de las mujeres apoyaban –no sé si por
ingenuidad o conveniencia– la generalizada postura masculina. Por último,
porque ellos se regodeaban en la recreación de unas escenas que, a pesar de la
belleza del lenguaje, solo pueden dar pena y asco.
Me cerraron la boca, percibí frialdad en muchos
rostros, tensión, voluntad de no dejarme seguir por ese camino. Peligro de
banalizar el discurso no había, mi condición de filóloga lo impide, si hubiese
podido dejar las cosas claras, habría sido capaz de analizar el resto de
facetas literarias más tarde. Pero consiguieron el efecto contrario: como no me
dejaban hablar, convertí en una prioridad la denuncia, no era posible seguir
adelante sin dejar establecidas las elementales verdades subyacentes. Vean el cuadro: una persona (yo) frustrada e intentando meter baza de principio a fin
sin apenas conseguirlo, dos mujeres silenciadas por la abrumadora mayoría,
apoyándome sin palabras, manifestándome su solidaridad solo al final, en
privado, los hombres disfrutando de lo que su imaginación –por obra y gracia de
la pluma de los dos novelistas– le brindaba, y el resto de las féminas
coreándolos.
Exacto. Una auténtica vergüenza. Por cierto, ¿han
leído las novelas de marras? ¿A qué esperan? Póngase a ello. No tarden.
Por mi parte, prometo analizarlas en profundidad,
poner sobre el tapete sus (enormes) méritos, desglosar cada aspecto, de la
mejor manera que sepa. Lo haré en el otro blog, permanezcan atentos.
(Mientras tanto, y en un
post próximo, colgaré un artículo aparecido en la prensa colombiana poco tiempo
después de haberse publicado Memoria de
mis putas tristes. Adelanto que su opinión coincide plenamente con la mía)
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