viernes, 1 de mayo de 2020

El prócer (Relato sarcástico)

Terminaron su busto a mediodía y esa madrugada falleció de un ataque al corazón, ni siquiera hubo tiempo de inaugurarlo. Permaneció, pues, en el palacio del Gobernador, bajo un paño granate con ribetes dorados, hasta el día de la Victoria, dos meses después de su entierro. Los allegados lamentaban que no hubiese podido disfrutar del gran acto de homenaje. Se perdió los discursos, las pancartas, los rostros emocionados, las competiciones gimnásticas y poéticas, los niños que agitaban banderitas, las canciones, los bailes. Probablemente, más en una sola tarde que la suma de distinciones que había recibido a lo largo de toda una vida, que no eran precisamente escasas.
El gran vestíbulo de palacio se cerraba con doble escalinata de mármol y baranda de forja con aplicaciones de oro, guarnecida con alfombras de seda tejidas a mano por los artesanos más prestigiosos. En su sección central, frente al gran portalón de entrada y a medio camino del arranque de las dos escaleras, el prócer presidía inmutable las actividades administrativas con su rostro hierático y sereno.
El día que finalizaron los eventos, su secretario particular encontró sobre su escritorio una nota manuscrita con la letra inconfundible del prócer en la que agradecía todos y cada uno de los gestos que habían tenido lugar. Era evidente que el autor había presenciado las festividades, por otra parte, las grafías eran idénticas, pero hay gente muy hábil, debía tratarse de una broma de mal gusto.
Esta conclusión no pudo sacarla el secretario del Consejo, que acto seguido hubo de ser ingresado víctima de una apoplejía y nunca llegó a recuperarse del todo, sino la secretaria de este, una chica despierta y pizpireta, agnóstica de vocación, que jamás había creído en fantasmas.
Se acordó mantener en secreto el episodio, los testigos eran escasos todavía y el hecho no había llegado a oídos de la prensa. El pobre secretario nunca volvió a emitir sonidos inteligibles y perdió completamente la facultad de escribir, a la becaria se le concedió un puesto vitalicio cerca de la frontera oeste, con un salario que para alguien con una formación tan limitada podía considerarse jugoso.
Pero el prócer no se conformó con ejercer su discreto papel de buen cadáver y siguió formando parte de la vida cotidiana, censurando o aplaudiendo cada acción u omisión, en una palabra, marcando las directrices del país tal como había venido haciendo en las últimas tres décadas. Unas veces en forma de octavillas que aparecían diseminadas por todas partes, otras con artículos de opinión que enviaba a los diarios más relevantes, firmados y rubricados tan claramente que no cabía duda de su autoría. También había llamadas telefónicas que sus receptores escuchaban tan pálidos como el papel, porque ni el mejor actor hubiera podido imitar con tal exactitud esa voz, sus inflexiones y hasta el sarcástico vocabulario que empleaba.
El prócer
La población al completo estaba pendiente ya de las intromisiones del fallecido. El gobierno perdió credibilidad, su sucesor dimitió abochornado, y tras él todos los que tuvieron la osadía de aceptar el cargo. El puesto de gobernador quedó vacante pues nadie estaba dispuesto a ser el hazmerreír de la nación. La floreciente economía comenzó a marchitarse, los actos públicos apenas encontraban concurrencia, los artistas perdieron la inspiración y los niños dejaron de reír. Finalmente, la nueva mecanógrafa, aquella que sucedió a la primera tras su expulsión fulminante, recibió una enigmática llamada, luego otra, hasta que un representante de la cúpula tuvo a bien coger el teléfono.
La voz, distorsionada por procedimientos mecánicos instó al nuevo-aspirante-a-gobernador-y-nunca-nombrado-como-tal a observar diariamente el rostro de la estatua. ¿No había reparado en una sonrisilla incipiente que aumentaba a cada nueva travesura hasta haberse convertido en una franca, y muda, carcajada?  Aquel caballero se quedó lívido al escuchar tal cosa y bajó en persona corriendo a comprobarlo. Efectivamente, la expresión del fallecido era de chanza y chirigota y no recordaba en nada al rostro algo adusto que había tallado el artista. Entonces la voz comenzó a dar instrucciones, si querían que aquello acabase tenía que renunciar a su puesto en funciones y nombrar gobernador plenipotenciario a la persona que la voz designase.
El Consejo se reunió esa misma tarde y acordó por unanimidad no ceder a chantajes procedentes de voces sin rostro. Acto seguido, la presencia del prócer se multiplicó hasta realizar toda clase de desaguisados en todas las provincias a un tiempo. Aquella pesadilla parecía no tener fin. Mientras tanto, las dependencias del gobernador recibían puntualmente noticias del informante a las ocho de la mañana, un informante que en cada ocasión parecía un poco más eufórico.
Finalmente, el Consejo tuvo que rendirse. Transigió en todo lo que la voz reclamaba, que en realidad era más bien poco: todo se reducía a nombrar gobernador a la persona que solicitase audiencia tal día a tal hora en el antiguo despacho del prócer y que se identificase como aquel que había descubierto la causa de tanto desbarajuste.
Llegado el día, todo Palacio se hallaba conmocionado y expectante. A las doce del mediodía en punto, la puerta del despacho se abrió y en el umbral vieron una figura menuda y ágil que se retiraba la melena de la frente. Era la auxiliar del Secretario loco, confinado para siempre en el pabellón más lóbrego de una arcaica institución destinada a dementes profundos. La mujer avanzó taconeando y tomó asiento en el sillón destinado a las audiencias, frente a la silla presidencial, para escándalo de todos los asistentes que, no obstante, se abstuvieron de pronunciar palabra.
Las de ellas fueron pocas y contundentes. Tendría que ser nombrarla gobernadora de inmediato, tal como había indicado reiteradamente por teléfono. En cuanto se hubiese trasladado a la población la noticia de su nombramiento, haría lo necesario para que la presencia del muerto dejase de interferir en la vida del país. Así se hizo. Semanas más tarde, en un acto reservado a cuatro o cinco asistentes y ocultado escrupulosamente a cualquiera que no fuesen ellos, la flamante Gobernadora armada de un martillo hizo añicos el odiado retrato de piedra. Tanta inquina hizo sospechar a algunos que había tenido algo que ver con su fallecimiento. Pero nadie se molestó en remover el asunto porque a esas alturas, una personalidad como la suya resultaba absolutamente intocable.
Todo arreglado. La voz dejó de sonar al fin, la Gobernadora devolvió su esplendor al país, se ganó la simpatía de ciudadanos y colaboradores, demostró una eficiencia exquisita. Un año más tarde, se permitió visitar de incógnito a su padre, el escultor que había tallado el busto, y a su hermano, un reconocido actor de doblaje. Cenaron los tres pasada la media noche en la fonda más destartalada del rincón más remoto del valle más profundo, brindaron y rieron felicitándose por su astucia y de aquello no se enteró ni un alma.

2 comentarios:

  1. Muchas son las triquiñuelas del poder...buen relato, siempre un gusto pasar por aquí. Saludos.

    ResponderEliminar
  2. Sí, el viejo argumento de narrativa y cine: pícaro (en este caso picara) que engaña a todos para salirse con la suya y lo consigue. Me lo he pasado muy bien escribiéndolo.
    Muchas gracias por todo lo que dices. Saludos.

    ResponderEliminar

Explícate: