Acaba
de entrar el invierno en mi barrio y a mí me duelen las bisagras. Hoy apenas he
dormido. Anoche, aquí solo, en mi cuarto, compartí mis penas con el whisky y
con los efectos de una llamada que había recibido esa tarde. Ella me enfrentó
con mi futuro. Consiguió que me preguntase si lo que escuché podrá acabar, de
una vez por todas, con esa vida angustiosa que ninguna botella, pastilla o
papelina ha sido capaz de amortiguar o, por el contrario, será la pista de despegue
para el viaje definitivo, el que me deje caer desde lo alto, me aplaste contra
el suelo y me convierta para siempre en puro polvo.
Son
las seis de la mañana. Yo, Alfredo Higueruela, acabo de salir de la ducha. Toca
afeitarse, vestirse y salir disparado hacia el despacho. Costará mucho. A esta
hora no hago otra cosa que temblar. En el fondo, lo que desearía es que me
tragase la tierra, las ojeras me llegan hasta la barbilla, tengo cara de
condenado a muerte. Recuerdo apenas por qué me encuentro en ese estado hasta
que, con un tremendo esfuerzo, trasiego el primer café. Solo entonces empiezo a
sentirme persona, logro atraer algún recuerdo y hasta pensar con menos
confusión.
Henri de Toulouse-Lautrec - Alone (1896) |
Les
aseguro que soy gente de orden. Periodista en decadencia pero con un pasado
brillante, soltero, a mucha honra, oficialmente fiel a mi novia de la infancia,
algo mimado por una madre rezongona pero que no me niega ni un capricho. Estoy
a punto de cumplir cuarenta y cinco, nacido y criado en un pueblo de Palencia
pero incorporado a la sociedad madrileña desde el mismo día que entré en la
universidad. Hace algún tiempo soñaba con una prejubilación de las de antes, pero
la crisis económica que sufrimos me la ha arrebatado y me consumo en un cuarto apolillado esperando la
carta de despido un día sí y otro también.
Es
hora de dar un giro completo a mi vida. Después de tragarme mil y una novelas
policíacas de cualquier nacionalidad, preferiblemente sueca y francesa, de consumir
como un poseso toda la filmografía americana del género, de leer asiduamente las
páginas de sucesos de los principales diarios del país, de grabar cualquier
reportaje televisivo sobre crímenes para disfrutar de ellos al atardecer, cómodamente
armado de copa y cigarro, puedo afirmar que estoy listo para convertirme en un investigador
profesional. Naturalmente, necesito un mínimo de liquidez. Lo primero de todo,
eliminar deudas; alguna tengo, sí, pero no es cuestión de airear los trapos
sucios. Después, poner en marcha el negocio. Una oficina bien acondicionada y
situada estratégicamente, licencia, publicidad, secretaria, administrativo,
personal de limpieza, página web. Hace falta un buen pico pero puede que la
vida me lo brinde. Ella es a veces generosa –hasta ahora con los otros– me pregunto
si en un futuro próximo se dignará incluirme en su lista de beneficiarios. Puede
que, aunque algo tarde, se me ofrezca la oportunidad de ejercer mi vocación.
Decía
que alguien me llamó ayer tarde. Una voz quejumbrosa. Femenina. Cascada. Con
acento británico. Explicó que estaba ingresada en un hospital londinense
hojeando una guía telefónica que le había proporcionado su enfermera. Hablaba
en susurros, se le entrecortaba la voz por los sollozos, parecía tan sincera. O
yo necesitaba que lo fuera, es lo mismo. A trompicones comprendí que estaba
desahuciada por los médicos. Geraldine Abbott, aquejada de cáncer de cerebro, encamada
durante cuatro años, en el transcurso de los cuales había logrado que sus
representantes rematasen su, hasta entonces, próspero negocio de antigüedades
de la manera más honrosa posible. Preocupada por lo que será de su fortuna:
cuatro millones, veinticinco mil libras sin destino por el momento, todavía ingresadas
en el banco. Un dinero que desea regalarme en nombre de dios. Su voz parecía
surgir de las profundidades de un túnel cuando me pidió que aceptase ser su
heredero universal. Español y con mi mismo apellido fue el primer hombre de su
vida. El que la amó apasionadamente. Aquel que le concedió el derecho a seguir
viviendo poniéndola a salvo mientras se hundía el barco que les trasladaba a la
luna de miel. Hasta ayer ningún Higueruela había tardado en colgar el teléfono
más de veinte segundos.
Quizá toda esta historia no sea más que un cuento destinado a
embaucar mentes crédulas, algo así como una estratagema para limpiar el bolsillo
de los incautos. Pero a mí no me queda ya nada, ni un solo céntimo que puedan
quitarme. Mi propia madre ha tenido que hipotecar su casa para sufragar mi alocada
existencia, desprenderse de cada objeto de valor, vender hasta el último de sus
recuerdos juveniles. Los acreedores nos acosan día y noche, temo entrar en la
cárcel a no ser que un milagro lo remedie. He decidido que este sea, además, mi
primer caso como detective, y sin necesidad de despacho o secretaria. Lo
encuentro apasionante, pero, sobre todo, es la excusa que necesitaba para poner
tierra por medio. Solo una trampa más, un baile de números en la cuenta
corriente para poder coger el avión y listo. En este preciso instante atravieso
el umbral de la redacción, pero mañana me concedo unas (aparentes) vacaciones
invernales y voy a conocerla.
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