Parecía
como si el brillo de su mirada le prestase una nueva forma de ver las cosas,
incomparablemente más penetrante. La Cigüeña se alzó sobre sus piernas
larguísimas oteando por encima de la valla en la noche, mientras su víctima intentaba
atraer su atención. En vano. Ella se había hecho cargo de la situación, la
dominaba, era la reina de la noche, el único elemento que no tenía controlado y
escudriñado a conciencia era yo, precisamente. El asfalto de la avenida que se
abría ante nosotros aparecía también reluciente, pero los ocasionales faros que
se arrastraban por allí, o los semáforos que parpadeaban a lo lejos, arrojaban
un reflejo áspero y sucio. Ella tampoco estaba muy limpia pero irradiaba
triunfo. La lluvia seguía cayendo, el coche de la policía continuaba oculto
tras la esquina más cercana, el Periquito silbaba ahora muy suavemente, sin
duda resignado a no recibir asistencia médica, ni siquiera las desmañadas
atenciones que podía haberle proporcionado la chica. Debía pensar, y con razón,
que era preferible continuar lisiado, quién sabe si para siempre, que pudrirse
el resto de su vida en la cárcel.
En
cuanto a mí, me había convertido en un
fardo que servía de parapeto a los dos pájaros y había soportado estoicamente
el tiroteo con los otros malos, los que habían huido ya. No habría podido calcular
cuántos eran, tres o cuatro por lo menos, en cualquier caso mayoría, pero la
astuta Cigüeña era capaz de todo al parecer. Por mi parte, me mantenía tan inmóvil
como si yo misma estuviese fabricada con material de construcción y
herramientas inservibles. En ello me iba la vida. Podía ver relucir los ojos de
la Cigüeña bajo su áspero pelo revuelto y los lagrimones que se habían secado
en su cara formando un espeso barro compuesto de maquillaje, suciedad y
pólvora. En el aire, el denso mejunje que habían dejado los tiros seguía
saturando el ambiente y provocándome unas peligrosas ganas de estornudar. Un
sufrimiento añadido, concentrar todas mis fuerzas para contener ese deseo
irreprimible. Mientras tanto, el fulano seguía dándome la espalda y quejándose.Me inquietaba un poco él, aunque alardease de haber quedado paralítico. Al
menos a ella la veía con claridad, podía prever sus movimientos y, por ahora,
parecía tranquila o con una excitación controlada. Tenía bien localizado al
coche patrulla, sus adversarios puestos en fuga y su cómplice fuera de combate en
apariencia, tras intentar entregarse un par de veces saliendo a la puerta del
garaje con los brazos en alto. Al principio, no hizo más que ponerle la
zancadilla, pero cuando vio que no podía contenerle por las buenas, le había
propinado sin la menor vacilación sendos disparos en las articulaciones de las
piernas y le había arrastrado hasta allí, tras ese amasijo de sacos, piedras y
hierros, donde yo seguía oculta y sin ninguna intención de dejarme ver en
semanas y meses si fuese necesario. Era un refugio muy precario, ciertamente,
pero, por el momento, me había mantenido con vida y con la posibilidad de
atisbar claramente todo lo que ocurría a mi alrededor. Eso sí, me dolía
terriblemente la espalda, la cabeza, las pantorrillas, los dedos de las manos. Tenía
que mantenerme en vilo mientras sujetaba a pulso parte de la maquinaria. Si el
trance no hubiese sido tan arriesgado, hacía tiempo me hubiese quedado sin
fuerzas, estaría derrumbada con toda la chatarra desparramada en torno a mí.
Pero sucumbir suponía ser descubierta y un tiro a bocajarro en el centro del
pecho era lo mejor que podía esperar. O en la cara, según qué parte de mi
cuerpo le quedase a la Cigüeña más cerca, a su mano derecha para ser exactos.
(Continuará)
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