Siempre
es un placer desempolvar viejos, o no tan viejos, films, también un ejercicio de nostalgia. En
particular, si ha transcurrido tiempo suficiente para que podamos contemplarlo con
ojos distintos. En este caso, no se puede afirmar que estemos ante una obra
maestra pero sí que se trata de digno ejercicio, repleto de guiños, contenido para
reflexionar y un ritmo trepidante que consigue arrastrarnos así como una
tensión que no afloja (casi) nunca.
Este
es un ejemplar de indudable factura americana. Y es bueno que así sea, pues
resulta evidente que los guionistas estadounidenses cuando tratan de adaptar un
guion europeo suelen acabar banalizándolo. Como no entienden bien el propósito que
ha originado el argumento, algo que se nota de lejos, se limitan a eliminar lo
más escabroso, polémico o personal para dotarle de mayor salida comercial
convirtiéndolo en producto de consumo (masivo y propio, se entiende).
En
cambio, son fabulosos cuando lo que pretenden es retratarse a ellos mismos.
Incluso las películas mediocres manifiestan una capacidad de observación que les
aporta un matiz involuntariamente autocrítico.
Es decir, lo mejor que puede hacer USA es hablar de USA, pues si
habla de otros sitios o traslada a su
terreno lo que ha escrito algún foráneo, inevitablemente, se pierde. Es lo que
ocurre en este caso, este genuino producto estadounidense refleja una parte
esencial de ellos mismos: herencia ideológica, obsesiones, prioridades éticas,
costumbres y hasta remordimientos. Y una puesta en escena típica, con espectadores
casuales que acaban siendo multitud, medios de comunicación y toda la
parafernalia.
El
núcleo de la escena –pues fundamentalmente hay una y podría adaptarse
fácilmente al teatro– es un objeto de lo más trivial, aunque en la actualidad esté
rodeándose de un halo romántico, pero es porque ya casi no quedan. Me
refiero a la cabina telefónica. Hace ya muchos años, también nosotros tuvimos
nuestra propia Cabina que no resultó
indiferente a nadie. La España de entonces se retrató de la mano de Antonio
Mercero, expulsó sus fantasmas y sus particulares angustias, criticó la censura
que imperaba en la época, si bien con un tono más surrealista y filosófico y
una intriga en absoluto realista, menos centrada en el destino individual del
personaje pues era el futuro colectivo lo que preocupaba al español medio de
los primeros años setenta.
No
suelo destripar los argumentos a no ser que lo necesite para resaltar aquel
detalle específico que me ha llamado la atención. No es el caso. Señalaré que
su mayor cualidad, en mi opinión, es construir una historia completa –y más o
menos compleja– con solo unos cuantos elementos visuales, y que su mayor
defecto se encuentra en la moraleja, tan patente que el protagonista acaba confesando
y arrepintiéndose de sus ¿pecados? públicamente. Ante todo un auditorio. Como a
ellos les gusta.
El
personaje del moralista –aquel que se cree con derecho a tomarse la justicia
por su mano y a decidir sobre el destino de las personas que han tenido la
desgracia de cruzarse con él–, a no ser que esté tratado muy torpemente, está
de actualidad desde que el mundo es mundo y constituye otro de los grandes
aciertos del film. En cambio, el personaje central se convierte en el punto más
débil. Un hombre excesivamente apegado al dinero, superficial, nada solidario e
infiel, para colmo. Sabemos de sobra que los deslices sexuales son los que más
importan al espectador medio, en relación con ellos, cualquier otro tropiezo parece irrelevante. Esto da lugar a un maniqueísmo que es tentación fácil, pero también un peligro para
cualquier artefacto narrativo que pretenda quedar en la memoria. De momento,
puede incitar a su consumo, pero las cáscaras vacías revelan su falsedad más
pronto que tarde.
Una
advertencia: que no os pase desapercibido el giro final. Cuando ya creemos que
lo hemos visto todo y distraemos la atención, se nos agrede con una nueva
bofetada narrativa, genial para mi gusto. Pues la maldad –o su faceta más
inteligente– consiste, precisamente, en eso. Eficacia plena. Garantía de éxito.
El triunfo absoluto que la falta de escrúpulos produce.
A pesar
de su patente artificio, tan real como la vida misma.
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