Su compañera de asiento era transparente, una
cualidad curiosa. Le impresionó saber que la gente podía ver a través de ella,
como si no hubiese existido nunca. Mientras uno de los profesores le dedicaba un
libro suyo, de pie, apresuradamente, en la puerta del aula que daba al jardín,
comentó como de pasada:
-Me
gustaría puntualizar un par de cosas antes de que lo leas, pero ya habrá
tiempo. Ahora voy de compras, me está esperando mi mujer.
Y
señaló a una rubia algo gruesa que Maite conocía de vista.
-Y
yo he quedado con mi amiga para subir al castillo.
Él
echó una ojeada, se fijó en el trozo de sombra donde la otra esperaba con la
mochila al hombro.
-¿Qué amiga? – preguntó.
Pero
no le dio mayor importancia. Esto se repitió alguna vez más. Ya os digo, su
aspecto era insignificante, hasta que no la oías hablar no caías en la cuenta
de que estaba allí.
No
llegaron a subir del todo, pararon en una roca, con el furioso mar a sus pies,
defendiéndose del viento como podían, arrebujadas en sus chubasqueros, muriéndose
de risa, hasta que decidieron refugiarse en una gruta natural minúscula para
poder hablar a gusto. Desde allí, la vista era imponente, podías creerte dueño
del universo, Maite se preguntó lo que
sentirían los pájaros.
Por
primera vez, oyó hablar a su compañera del muchacho elegante que había visto con ella en el cine.
Su primer amor. Desahuciado por los médicos. Al que había prometido asegurar descendencia
si algún día llegaba a faltar. Él ya era estéril desde hacía tiempo aunque,
previsoramente, había guardado el semen años atrás, nada más recibir el
diagnóstico. Quedaba poco para que caducase y ella aún no se quería inseminar,
no se sentía preparada, se debatía en un mar de dudas. Etcétera.
Le
contó el resto de la historia poco a poco, a retazos, dividiéndola en episodios
como si procurase añadirle emoción. Eso era lo que escribía en clase,
frenéticamente, en papelillos minúsculos, con letrujas que se enroscaban sobre
ellas mismas. No quería publicarlo, solo dejar constancia para que su futuro hijo
pudiese leerlo. A Maite todo aquello le pareció un culebrón de mediodía. No
sabía si creerla. La chica se resistía tozudamente a concluir pero lo hizo. Fue
el día que visitó el cuarto de Maite. Le admiró su pulcritud y armonía. No era
más que un espacio agradable con vistas al jardín y a las montañas, pero ella
no podía permitirse una plaza en la residencia aneja a la universidad y se tuvo
que conformar con una pensión de tercera en el pueblo.
Maite
reconocía que aquella demencial historia no tenía ni pies ni cabeza pero su
esqueleto le pareció sugerente y decidió retocarla a conciencia antes de pasarla
al papel. Nunca hubiese imaginado lo que pasó más tarde. Se la quitaron de las
manos, se vendió como rosquillas. Se sentía borracha de éxito, no solo por la
publicación de El hijo póstumo,
además, el tribunal seleccionó casi todos sus proyectos y uno de ellos ganó el
primer premio del concurso. Empezaba a ser una diseñadora reconocida y una
promesa de la ficción.
Ahora
ella está muerta y dicen que yo la he matado. La novela triunfa por su cuenta.
Fue escrita por una tal María Teresa Cobo. No soy ella, no soy más que una
delincuente. Un tribunal decidirá a quién pertenecen los derechos de autor.
Recuerdo aquella fiesta, al adivino previniéndome. He pedido que lo busquen, y
a Rafa, a Raúl, a mi hermano, mi cuñada, a toda mi familia. Pero nadie parece
recordarme. Yo sí les recuerdo a todos. También las luces, el humo, mis diseños.
Me acuerdo de los quebraderos de cabeza que tuve hasta dar con las medidas
exactas. Y de todas y cada una de las fases por las que pasó la novela: catorce
meses e incontables noches en blanco para encajar las piezas de aquel puzle.
Lo cierto es que vivo en la cárcel y ni siquiera estoy segura de quién soy.
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