El
vestíbulo del restaurante se le apareció repleto de gente. Tenía que presentar el
bono que le facilitaron en las oficinas y allí no había nada que se pareciese a una
fila. Decenas de personas se apelotonaban como podían en torno a una mesa donde
dos administrativos se afanaban en dar entrada a todo el mundo con la mayor celeridad posible.
Las caras eran de hambre, las bocas charlatanas. Lo que abarcaba su vista eran
grupos y más grupos de gente de todas las edades, a lo lejos distinguió a un
antiguo profesor suyo y a más gente que reconocía de otros eventos. Todos
habían ido acompañados menos ella. Un rato antes, una vez hubo tomado posesión
de su cuarto, se había sentido feliz. En cambio ahora se descubría
desorientada, le abrumaba aquella marabunta y tenía más ganas de dormir que de
comer. Desde la fiesta de la semana anterior le parecía estar en la piel de
otra persona. ¿Qué le habría dado aquel faquir? Mejor ni pensarlo, ese era el
momento de aprovechar una oportunidad que no conseguía todo el mundo. No iba
allí para hacer amistades y, desde luego, encontrar una rubia con quien charlar
tranquilamente en medio de aquel galimatías, hubiese sido como buscar una aguja
en un océano de paja.
Comió
sola, frente al ventanal que daba a la playa, en una mesita para dos. Olas
enormes barrían sin piedad la arena arrojando una lluvia residual sobre los
macizos de azaleas que tenía delante. El jardín de la residencia universitaria
era su reclamo más conocido, figuraba en todos los folletos y entraba por los
ojos sin necesidad de leer los motivos de su excelencia académica. Mojó la
última uva en el lavafrutas y salió de allí mordisqueándola.
Le
decepcionó encontrarse en un aula con cabida para centenar y medio de personas
dónde no cabía un alfiler. Encontró sitio en la penúltima fila, cerca del muro
izquierdo, junto a una mascadora de chicle con cara de haberse caído de la cuna
el día antes. A partir de ahí, todo fue muy deprisa. Después de esa primera
charla introductoria comenzó un ritmo de trabajo de vértigo. Por la mañana,
clases teóricas, a la tarde, instrucciones, ejecución de trabajos y
presentación de estos en público. Había que trabajar duro y afilar el ingenio,
aprovechar los paseos entre los pinos para oxigenarse y recargar pilas,
convocar sueños fructíferos que la colmaran de inspiración cada noche. No le
fue mal. Era de los pocos que exhibían sus creaciones diariamente y los
profesores parecían muy satisfechos con ellas. Logotipos, distribuciones de
espacio, la base de un papel pintado, un parterre, la ubicación de una carpa
discotequera… Su portafolios echaba humo, poco a poco se iban apilando en él
láminas y más láminas llenas de creatividad, sudor y también –por qué no
decirlo– de un poco de miedo. Se estaba barajando su futuro.
Mientras
tanto, su vecina de asiento llenaba frenéticamente páginas y páginas de un bloc
que tenía en las rodillas. Su tablero de dibujo estaba intacto: como la mayoría
de sus compañeros, ella no presentó una sola obra. En los descansos, salían a
tomar café al taciturno quiosco del parque. Pagaba ella. La chiquilla no
parecía tener ni para el chicle que no se caía de su boca, siempre con los
mismos vaqueros raídos y ese aspecto de estar allí por caridad.
A
veces la veía a lo lejos hablar con un muchacho, parecían imprecarse, se
atropellaban el uno al otro. Maite solía pasear sola, hacía turismo por la ciudad,
una chica del sector de humanidades cenó en su mesa una noche y luego la invitó
a la fiesta que un médico chiflado y malhablado daba en su habitación. Otra vez
acudió con toda la tropa a una sesión de cine que se proyectaba en uno de los
colegios mayores. En una conferencia sobre publicidad creyó ver a la asténica e
incolora muchacha sentada en la fila de delante junto a un hombre muy guapo, bien
vestido y con un impecable corte de pelo. Nada que ver con aquel zarrapastroso
del pabellón de los becarios, el grupo al que, sin duda, también pertenecía la
chica. Ellos eran mayoría, no tenían derecho a ser evaluados y, en consecuencia,
ninguno de ellos se molestaba en empuñar el rotulador.
No
obstante, y aunque sin duda pertenecían a mundos opuestos, estaban cogidos de
la mano y, de vez en cuando, cruzaban unas pocas palabras.
(Continuará)
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