En los últimos años cincuenta y primeros sesenta
aún existían vaquerías en Madrid. Uno de los primeros recuerdos de Mario está
unido a una de ellas, en plena calle de Alcalá. La lechera se llamaba Felipa.
Las vacas mugían y hedían pero a él, a sus cinco o seis años, debía parecerle
un aroma exquisito, olían a algo insólito y maravilloso, a algo que añoraba y
que se encontraba fuera de su alcance. A campo. Él, que jamás había visto un
establo y no entraría en el primero hasta los quince, que apenas entrevió un
cultivo durante las fugaces vacaciones en el pueblo de unos familiares remotos,
se sentía fascinado por esas presencias misteriosas que mugían detrás de las
paredes y que no podía más que intuir. Vacas. Tan lejos y tan cerca. Bebía su
leche a diario, se empapaba de su esencia, escuchaba sus ruidos y respiraba su
mismo aire pero, fuera de una foto en su libro de ciencias, nadie le había dado
una pista de su aspecto.
Johannes Vermeer - La lechera |
Un espejo empotrado ribeteado de azul ocupaba la
pared mágica. Al otro lado, el rumor de unas pisadas inhumanas, enérgicas, que
fascinaban a la vez que hacían temblar. Felipa llenaba las lecheras de cinc que,
tiempo después, al popularizarse el plástico, fueron sustituidas por cilindros
estriados de alegre colorido con su tapa a juego. Ella solía asegurar a los
niños, con convicción aparente, que alguna vez les dejaría entrar a ver las
vacas. Era una mujer oronda, de expresión afable, con el pelo negro y tirante
que dejaba ver su amplia frente y unas entradas angulosas y enormes. Por debajo
del mandil negro vestía uniforme a listas grises con cuello y puños
blanquísimos. Él la creyó siempre con la fe incuestionable de los niños –al
menos de los niños de entonces–, sencillamente porque no había motivos para
mentir. Más tarde comprendería que aquello no fue más que una treta para que no
siguiese insistiendo. Y le dolió. Mucho más que si lo hubiese descubierto de
niño. Porque no contemplar nunca aquellas vacas había constituido, fuese
consciente o no de ello, una dolorosa laguna sentimental, y aquel eterno
aplazamiento, un desprecio a su dignidad de niño y un insulto a su
inteligencia. Fue una de tantas estupideces que la arrogancia de los adultos se
permite solo porque puede hacerlo. Felipa sembró la ilusión en él de una manera
algo tonta, permitió que, día tras día, imaginase el instante prodigioso en el que le sería
permitido asomar la cabeza por la puerta de cuarterones y atisbar lo que había al
otro lado.
Después ha estado en muchos establos, ha visto
vacas en hilera, ordeños, han llenado su tartera con el líquido recién extraído
y esterilizado previamente, pero cuando eso ocurrió él había llegado hasta allí
por sus propios medios. No podía ser lo mismo. Hay conductas que siempre le han
parecido incomprensibles.
En cuanto creció un poco le mandaron a estudiar
fuera. Cuando volvió, en las primeras vacaciones, Felipa y sus vacas se habían
esfumado. Abrieron una zapatería en su lugar, un local que se ha conservado
hasta hoy, como otros cientos esparcidos por la calle de Alcalá, en el arranque
de Hermosilla, un anodino escaparate repleto de zapatos de mujer, un moderno
espacio comercial donde, probablemente, jamás han engañado a un niño.
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