Hola Molina. Por fin nos decidimos a coger vacaciones los dos solos después de tanto tiempo. Los niños están de campamento y la chica con el novio. El sábado aterrizamos en la isla con un tiempo espléndido. Me parece una bendición que no haga calor aquí nunca, sobre todo por Paco que, como sabes, lo lleva fatal, le entran unos ahogos que me aterrorizan y hay que refrescarle rápidamente como sea. Por eso nos entró esa felicidad la primera mañana que pudimos pasear a gusto. Hacía mes y medio que esto era un sin vivir.
Pero dos días después pasó algo y me ha dejado con una angustia muy difícil de esconder. Parece que él lo lleva mejor que yo aunque es el que se llevó la peor parte. Estoy harta de poner buena cara cuando estamos juntos y conformarme con llorar por los rincones. Tengo que desahogarme y prefiero no involucrar a la familia, así que he decidido contártelo.
Estamos alojados en la planta 15 del hotel. A Paco no le gustan mucho estos monstruos, él prefiere algo más recoleto, un sitio acogedor y con solera. Pero no encontramos nada mejor que encajase en nuestro presupuesto. Necesitábamos que no tuviese piscina porque ya sabes que se ahoga en cuanto hay una mínima cantidad de cloro cerca. Cuando llegamos nos pareció que todo salía a pedir de boca, hasta el ascensor llegó enseguida, no era difícil porque hay siete y apenas había movimiento. Dicen que por la crisis, yo creo que la razón es que, vayas donde vayas, los precios están por las nubes y hoy día es preciso ser un potentado para poder moverse.
Ese primer día ya nos fijamos en que los ascensores tienen las paredes de metal y que están llenas de dibujos y nombres grabados a navaja. Eso sí, están limpísimas, relucientes. Las frotan dos veces al día con un producto oleoso y desde el primer momento Paco notó que le faltaba el aire. Ese líquido aún no lo teníamos identificado y, probablemente, en un lugar más abierto no le afecte casi nada, pero estar allí encerrado, subiendo quince pisos, uno tras otro, con aquella lentitud insufrible, no le hizo nada bien. Aún así no le dimos mucha importancia. Lo peor llegó el martes. Ya sabes que él por las mañanas generalmente se siente peor, pero nos dirigíamos a la playa tan contentos: habíamos encargado un asadito en un corredor acristalado, cuajadito de flores, al borde mismo del acantilado, suspendido entre las rocas, con el mar a nuestros pies.
El dichoso ascensor se paró en el séptimo pero no entró nadie, pasaron unos treinta segundos hasta que volvieron a cerrarse las puertas. En ese momento yo noté que Paco, al que desde que entramos ya le vi mala cara, se ponía lívido. Durante los ocho pisos que faltaban sentí que le perdía. En cuanto, se abrió la puerta por fin, le saqué despavorida de allí, casi a rastras porque el pobre no podía ni moverse. Por suerte, no perdió el conocimiento. Entre el conserje y yo le sentamos en el primer escalón, aspiró con fuerza el aire que llegaba de la calle y cinco minutos después nos pareció que se había repuesto.
Avanzamos por el paseo marítimo, Paco tambaleándose un poco, yo sujetándole del brazo, preocupada por si la falta momentánea de oxígeno le había afectado al cerebro. Afortunadamente, no ocurrió nada de eso, pero la disnea volvió con más fuerza y tuvo que parar. Aquello era un principio de broncoespasmo. Le senté a la entrada de un aparcamiento y me fui a buscar cobertura porque no había forma de comunicar con el SAMUR. Todo lo que ocurrió a partir de entonces me pareció que procedía de un mundo irreal, de locos o, mejor, de fantasmas. Un hombre con camiseta a rayas, barriga prominente y barba sin rasurar a conciencia empezó a perseguirme. Yo corría y él iba detrás, pero lo raro es que, según él, quería ayudarme. Le enseñé el móvil y le advertí que iba a llamar a la policía, entonces paró en seco y puso cara de estar muy confundido. Le grité. Mejor dicho, estaba tan furiosa que lo que salía de mi boca más parecían ladridos que palabras. Entonces echó a correr y ya no volví a verle. Había perdido demasiado tiempo y temía que fuese demasiado tarde pero conseguí llamar a una ambulancia.
Cuando volví donde estaba Paco tuve que espantar a una muchacha que se había empeñado en venderle al pobre un paquete de garbanzos de un quilo. Él no podía defenderse, la miraba y era incapaz de emitir ningún sonido, no tenía aire bastante para hablar y ella se aprovechaba dándole la matraca con su cantinela soñolienta. Debía llevar dentro una buena dosis de vete a saber qué e intentaba vender la comida que tenía en casa para poder pagarse otra.
Se lo llevaron al hospital. Allí vivimos la secuencia habitual: historia clínica, oximetría, gasometría, inhaladores, oxígeno, radiografía, corticoides en vena, nueva oximetría, inspección ocular, alta. Al menos, no le ingresaron otra vez.
Desde entonces subimos los quince pisos a pie. Por lo general tardamos unos cuarenta minutos, ya sé que es una locura pero no podemos hacer otra cosa. Aún así, Paco no tiene ninguna gana de volver, dice que el tiempo que no está subiendo y bajando escalones lo pasa divinamente.
Y a mí me gustaría que me tragase la tierra.
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