En
toda ocasión, más aún si estamos desanimados o acabamos de sufrir una
catástrofe, conviene recordar que cualquier cosa que acontezca ya ha sucedido
anteriormente. Y que todo ello se ha recogido en esas grandes obras míticas que,
aunque no sea más que de oídas, conocemos de sobra. Ellas nos explican lo que
somos, marcan un sendero –tan incierto como libre– y se van reescribiendo con
el tiempo, convirtiéndose en otras (con el mismo o diferente formato) para uso
de las nuevas generaciones y sin perjudicar a la que le precedió.
Puccini,
por ejemplo, compuso la música de ese drama eterno titulado Madama Butterfly, ambientado en Japón y
estrenado en la Scala de Milán hace poco más de un siglo. La película presenta
unos perfiles más modernos. En esta ocasión, se nos traslada a la China de
1964, con la guerra de Vietnam como telón de fondo y las argucias diplomáticas
del mundo occidental inmiscuyéndose en la privacidad del protagonista, un
diplomático francés interpretado por Jeremy Irons. En aquella época la señora
Butterfly ya pertenecía al imaginario colectivo y su historia es representada
en un teatro de Pekín, donde coinciden la seductora actriz china –encarnando a la
japonesa trágica– y el incauto espectador, que muy pronto caerá en sus redes.
Pero la historia nunca se repite del todo, sus giros no llegan a ser circulares,
forman más bien una espiral. Se muestran
ligeras variantes. O no tan ligeras, pues se plantea la cuestión de quién es,
en este caso, la víctima. El personaje critica ese matiz etnocéntrico de la
famosa ópera que obliga a asumir a un occidental adorado y admirado pero jamás que
la bella mujer europea o americana pueda sufrir a causa del nipón de baja
estatura empeñado en despreciarla. Pero esta segunda historia consigue revertir
los términos en más de un sentido. Ahora el burlado no será, precisamente, la
mitad oriental de la pareja y, para insinuar que el engaño es doble, se incluye
una incógnita en el título.
Si
nos ponemos estrictos, resulta algo increíble que, en tantos años, nadie pusiese
a René Gallimard al corriente de aspectos de la dramaturgia china comúnmente
conocidos, incluso por los que jamás han puesto los pies en Oriente. También
que el enorme fraude haya permanecido oculto. Es cierto que han quedado
testimonios, entre ellos los hechos históricos que sirvieron de base al guión,
pero, teniendo en cuenta el puritanismo imperante, me atrevo a poner en tela de
juicio unas afirmaciones, no por categóricas, menos improbables. Aunque lo de
menos es si el argumento tiene una base real, se asegura que sí, pero para mí
no tiene ninguna importancia. Me interesa mucho más la pervivencia en el
inconsciente colectivo de ciertas leyendas que conservan su esencia por encima
de alteraciones y dan razón de nosotros mismos, probablemente mejor que muchos sesudos
tratados. No hay que tomar la trama al pie de la letra porque lo que importa
son los arquetipos, la trayectoria humana, el juego de roles, la indefensión
del individuo ante la avasalladora fuerza colectiva, lo inesperado y su propia
(y colosal) pasión.
No
cambiamos y, salvo que suframos una mutación y nos convirtamos en otra especie,
no cambiaremos nunca. Intereses políticos y amor, intrigas y erotismo,
espionaje y arte, estratagemas para engañar y atavíos que conquistan, oscuros
parentescos e incontestables atracciones. Todo ello bien mezclado y aderezado
compondrá los entresijos de un drama eterno, el del amor no correspondido, el
del ser incapaz de aceptarse al otro lado del desprecio o la traición. En este
caso, es un destino trágico quien reclama el derecho a someter al protagonista.
La formidable estatura
actoral de Irons secunda firmemente los avatares que atraviesa Gallimard, por
muy incoherentes, o anacrónicos, o melodramáticos o inverosímiles que puedan
parecernos. El enigmático individuo que encarna Shizuko Hoshi no pierde en
ningún momento su proverbial hermetismo oriental, que evidencia hasta en el
menor de sus gestos y le sirve para ocultar tanto sus verdaderos sentimientos
como el nivel de su integridad ética.
Es este un film
de varones, la única mujer que vemos de cerca encarna a las no deseables de ese imaginarium masculino tan identificable como implícito. Una persona
de edad, inteligente, observadora, que accede a tener una aventura con el
torturado Gallimard solo para convertirse en un símbolo nefasto. Ella es el
único desnudo en el que se detiene la cámara. La idealización siempre está
vestida, la impudicia es mujer y es decadente. En el fondo, en esa alternativa
entre imaginación y realidad, el protagonista se inclina por el engaño y el
misterio. Y, sin embargo, existe algo de universal en esta parábola pues, sin
llegar a esos extremos, en todo juego amoroso, hay algo de simulación que
contribuye a alimentar la llama. Siempre nos enamoramos del misterio, pero
queda una zona independiente a quien no atrapa ese idealismo sin cortapisas; si
todos nos dejamos engañar hasta cierto punto, una ilusión que dura tantos años,
esa seguridad, esa firmeza con que Gallimard acepta la versión de la persona
amada, probablemente indique alguna patología mental.
Las dos
imágenes con que se cierra la película no pueden ser más expresivas: la
tragedia es grotesca y oscura mientras la indiferencia viaja en un aséptico
avión.
* Año: 1993
* Duración: 101
min.
* País: Canadá
* Director:
David Cronenbert
* Guión: David
Henry Hwang
* Música:
Howard Shore
* Fotografía:
Peter Suschitzky
* Reparto:
Jeremy Irons, John Lone, Barbara Sukowa, Ian Richardson, Annabel Leventon,
Shizuko Hoshi, Richard McMillan, Vernon Dobtcheff
* Género:
Drama
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