El
blanquísimo vestido de Juani se bamboleaba al aire colgado de una cuerda, en
cubierta. Significaba estado de paz
ya que, por fin, habían superado sus diferencias. Significaba, sobre todo paso franco. Salvador se puso en marcha
en cuanto distinguió la señal, recorrió silbando la pasarela del muelle y, de
un brinco, superó los dos metros que le alejaban del barco. Una vez dentro,
empezó a entonar la habanera que sonaba en aquel baile el día que la conoció.
Liberó el vestido de sus pinzas para que no siguiese atrayendo a los curiosos y,
con el corazón golpeándole el pecho, recorrió unos veinte escalones. Doña Juana
Paredes, nada menos, la voluptuosa Juana, azote de desdichados que sucumbían si
apartaba la mirada de ellos, o que caían en trance cuando levantaba sus
larguísimas pestañas y el destello de sus ojos les fulminaba sin remedio.
Ella, nada menos, le estaba esperando muy cerca. De todo aquello solo lamentaba que nunca, en lo que le quedaba de vida, le estaría permitido contárselo a nadie. El corazón le golpeaba el pecho mientras bajaba. Muy despacio. Tenía que paladear el momento. Se asomó a la sala central y comprobó que estaba vacío. Eso le extrañó un poco. Imaginó entonces que Juani (doña Juana, ¡oh! la mismísima Diana Cazadora poseedora de todos los encantos) le habría preparado una sorpresa. Solo para él. ¡Qué delicioso instante! Aspiró presintiendo un perfume embriagador, pero tan solo percibió un desvaído tufo a cuero. En cualquier caso, el aroma, y ella misma, quedaban aún fuera de su alcance. No les separaba más que una puerta y él tendría que franquearla. Únicamente una puerta. Una menudencia para él.
Ella, nada menos, le estaba esperando muy cerca. De todo aquello solo lamentaba que nunca, en lo que le quedaba de vida, le estaría permitido contárselo a nadie. El corazón le golpeaba el pecho mientras bajaba. Muy despacio. Tenía que paladear el momento. Se asomó a la sala central y comprobó que estaba vacío. Eso le extrañó un poco. Imaginó entonces que Juani (doña Juana, ¡oh! la mismísima Diana Cazadora poseedora de todos los encantos) le habría preparado una sorpresa. Solo para él. ¡Qué delicioso instante! Aspiró presintiendo un perfume embriagador, pero tan solo percibió un desvaído tufo a cuero. En cualquier caso, el aroma, y ella misma, quedaban aún fuera de su alcance. No les separaba más que una puerta y él tendría que franquearla. Únicamente una puerta. Una menudencia para él.
Se
deleitó anticipando el modo con que la bella podría sorprenderle. Nada mejor
que encontrarla cubierta por dos minúsculos trozos de tela y caída con
indolencia sobre el lecho. Se dirigió al camarote nupcial, aquel donde, según
contaba la leyenda, había tenido lugar su luna de miel. Notó cómo la saliva se
escapaba por sus comisuras y sintió un poco de vergüenza. Debía recuperar la
dignidad enseguida o aquel romance suyo duraría menos que un soplo de viento.
Se detuvo en la oscuridad del pasillo, tomó aliento, carraspeó, elevó la cabeza,
los hombros y, solo cuando reunió fuerzas suficientes, se decidió a empuñar el
picaporte.
El cuarto se encontraba en penumbra. Como venía de la negrura más absoluta le costó poco acostumbrarse a la escasa luz. Primero vio la cama. Estaba vacía y arreglada pulcramente. Enfrente, medio oculto por el marco de la otra puerta, un hombre, de pie, le esperaba fumando.
-¡Qué! Don Salvador. ¿Viene usted a salvar a alguien?
Le invadió un pánico que no conocía, no supo contestar. El tono era amenazante, la presencia también.
-Dígame qué desea. ¿Viene en busca de Juana?
-Yo… Me dijeron…
-Ella te contó que su marido estaba de viaje. Pues bien, su marido soy yo. ¿Es que tengo cara de cornudo?
-Oiga, no se enfade. Me voy ahora mismo y aquí no ha pasado nada.
-Eso es lo que tú quisieras, ¡so pájaro! Chicos, salid ya.
Detrás del hombretón aparecieron tres hombres más, todos armados. ¿Dónde se habría metido Juana? No podía creer que le hubiese traicionado. Quizá, la pobre, estaba en peligro también. Noto un aguijón en el vientre. Uno de los secuaces de aquella bestia, el más retaco de todos, se pegó a su derecha y le clavó en el costado un metal frío.
-¡Potentado de mierda! –al gallo aquel le temblaba la voz de puro desprecio- ¿quién te imaginas que eres?
-¿Te crees con derecho a acostarte con todas las mujeres del país? Puede que del país sí, pero no de esta bahía, ¿queda claro? Has pinchado en hueso con nosotros.
-¿Qué es lo que quiere? Si me mata…
-Si te mato ¿qué? Piensas que si faltas tú se va a hundir el barco. Pues, aunque te parezca mentira, la vida seguirá igual que ahora. Te sustituirán otros mamones parecidos y santas pascuas. Pero antes me llevarás a tu despacho porque vas a firmarme un cheque en blanco. Eso o explicar al mundo entero qué clase de rata es el señor presidente de la república. Luego, ya veremos si disparo o no.
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