Por fin, un sábado a las seis de la mañana, para no perder la costumbre, llamó Auko. Pero esa vez no me despertó: contemplaba el amanecer con una copa de whisky en la mano y un revuelo de luces a mi espalda, tras los cristales de una sala de fiestas. Celebrábamos que se había rescatado a las víctimas de un derrumbamiento, que no había habido ni una baja, que los padres podían volver a besar a los hijos y los maridos a las mujeres, que los que volvían de la pesca iban a encontrar de nuevo a toda su gente, un poco maltrechos algunos, la mayor parte postrada en una cama de hospital pero todos fuera de peligro. Mi vestido de noche era de seda, color champagne con brocado de encaje en los hombros. La gente se reía a carcajadas y daba traspiés para que no quedase ninguna duda de que estaban agotando las existencias. Yo, en cambio, me había quedado muda y rígida, como una estatua al que hubiesen colocado una bola de granizo en la garganta.
¡Estaba viva de verdad! ¡Podía hablar con ella ahora1 ¡No me había engañado nadie!
Hacía tiempo que había empezado a dudarlo, por eso en mi encuentro con Sabino me mostré tan escéptica. Necesitaba escucharla y llegué a pensar que eso no ocurriría nunca. Después de tantas semanas, todos aquellos chismes de la casa misteriosa, la excéntrica Abril, la confabulación de los científicos y el complot contra ellos, tanto ir y venir de grupos en conflicto y brebajes que podían cambiar la faz de la tierra me acabó sonando a cuento tártaro. Acabé por convencerme de que la habían matado. Solo estaba haciendo acopio de fuerzas para exigir a la policía que investigase su paradero con todos los medios a su alcance.
Aunque tampoco había que cantar victoria.
-Molina, necesito que me ayudes, estoy en un buen lío. –Anunció con una vocecita asustada.
-Dime dónde estás y voy ahora mismo.
-No, no. Si sospechan que les tengo miedo… Verás, todavía no sé si fiarme de ellas.
-¿De quienes, criatura?
-Del clan de las Tacón.
Intenté serenarme o, al menos, parecerlo.
-Auko, -aseguré con mi tono más convincente- haremos lo que digas. Tú lo sabrás mejor que nadie pero me tienes que contar todo. No ahora, no a las seis de la mañana. Con tiempo, cuando puedas hablar con tranquilidad y bien alto. ¿Con quién estás ahora? ¿Puedes salir de ahí?
-Estoy en casa de Abril, como siempre. Antes estaba sola pero luego llegaron ellas y no sé si estoy secuestrada o no. Se supone que me están protegiendo pero no puedo moverme de aquí y eso me mosquea un poco.
-¿Sabes que ha venido Sabino a verme?
-Sí, claro. Tienes que fiarte de él. Está muy preocupado por mí, él me trajo aquí y ahora piensa que me ha metido en una ratonera. Tampoco acaba de fiarse.
-Pero me habló maravillas de Abril Tacón.
-Fue para no preocuparte. Al principio pensó que me protegían.
-Explícate mejor.
-No puedo hablar mucho más. Tengo la cabeza debajo de la almohada y estoy a punto de ahogarme.
-Diles que te duele algo. No pueden prohibirte que vayas al médico.
-…elas.
-¿Qué?
-Que me duelen las muelas. De verdad. No sé si me dejarán ir sola al dentista. Ellas ni siquiera saben que tengo este teléfono. Solo puedo cargarlo cuando me meto en la ducha pero, incluso ahí, me dejan estar poco tiempo.
-Eso tiene muy mala pinta.
-Aún así, puede que estén intentando ayudarme. Esto es más lioso de lo que parece, Molina. Te lo explicaré con todo detalle, mandaré una carta con Sabino si es que no consigo que hablemos.
-Diles que tenías cita con algún médico, por ejemplo, con el ginecólogo desde hace más de tres meses. Lo de la muela, aunque sea cierto, no creo que les convenza. Es mejor que crean que alguien te está echando de menos. Si faltas a una cita, cuentas con un testigo, un profesional que podrá declarar algún día.
-…endo… ática.
-¿Cómo dices?
-Que te estás poniendo muy melodramática. Nadie va a levantar mi cadáver, no se va a celebrar ningún juicio. Lees demasiado género negro, Molina. ¡Clik! Pi pi pi pi.
Regresé a la tremolina del sarao, la orquesta tocaba un solo de batería y todos escuchaban con los ojos brillantes. A esa hora ya nadie recordaba el rescate, solo el alcohol era responsable de aquella emoción en los ojos. La mujer del alcalde y el marido de la jueza bailaban detrás de un biombo con las cabezas muy juntas. Había llegado el momento en que uno podía salirse de madre. La gente se movía como enajenada, apuraban sus copas y marcaban el ritmo como si el mundo corriese un serio peligro. Toda aquella alegría daba, en realidad, algo de pena. Me senté en la mesa de antes y, sin soltar mi copa, me eché tranquilamente a llorar.
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