Se fijó en ella un día a la salida del banco. En aquellos años aún caían unas nevadas enormes. Él era de los pocos que no se escudaba en la nieve para quedarse entre las sábanas. Como otras veces, decidió que no había para tanto y se arriesgó a deslizar el coche por aquel amasijo pastoso. Indiscutiblemente, se había convertido en el empleado más fiel. Sufrió algunos contratiempos, derrapó varias veces, una estuvo a punto de ser sepultado. Pero él no se arredraba por tan poco, suponía que, tarde o temprano, alguien le agradecería estos desvelos, que en algún momento recibiría su recompensa.
Ella era la mujer delgada, de pelo corto y rizado, que se había acercado a pedir ayuda al conserje. Eran ya las tres de la tarde y de lo que había caído durante la noche solo quedaban unas manchas sucias, pero Elena conducía un utilitario viejísimo al que se le había congelado el motor. Solo quería que alguien empujase mientras ella lo ponía en marcha. El de la puerta la escuchaba con una sonrisa bailándole en el bigotillo, no tenía ninguna intención de ayudar pero le divertía contemplar los gestos desesperados de aquella joven y se sentía poderoso escuchando sus súplicas. Bermúdez se detuvo un momento, comprendió lo que estaba pasando y, en un arranque de generosidad, se ofreció.
No lograron moverlo ni un milímetro. Ni entre ellos dos ni con la ayuda del conserje, que por fin abandonó su cachaza y se avino a dar empellones también. Debió darle un poco de vergüenza quedarse allí pasmado ante esa exhibición de galantería desinteresada por parte de un superior, pero su ayuda no sirvió de mucho. Bermúdez se vio en el compromiso de acercar a la chica a su barrio. Ese día comió a las seis de la tarde. A los tres meses se casó con ella.
Retrato de Jeanne Hébuterne, 1917, colección privada, Washington |
Al día siguiente de la boda descubrió que su mujer no había hecho en la vida otra cosa que dejar pasar el tiempo. Sentada en la cama del hotel, esperaba que él le acercase la ropa, jamás movía un dedo ni para recoger lo que se había caído. Ya en casa, pasaba las mañanas recostada leyendo revistas y solo a última hora se acordaba de que tenía el tiempo justo para subir un par de filetes y algo de fruta. Siempre compraba así, a salto de mata, no sabía guisar ni tenía intención de aprender, la limpieza de la casa no le parecía de su incumbencia, jamás se había preparado para una profesión porque no lo consideraba necesario. Ya había cumplido su parte, casarse como es debido, con un empleado de banca que le solucionase la vida y la colmase de caprichos como habían hecho hasta entonces sus padres. Su única misión consistía, según ella, en satisfacer el apetito sexual de Bermúdez. Más que satisfacerlo, saciarlo, aunque le hiciese reventar de puro agotamiento.
Aquel jardín de las delicias obnubiló al desdichado una larga temporada, por eso tardó en darse cuenta de que su mujer no se lavaba jamás. Tampoco eso le parecía imprescindible. La piel se limpia por sí sola, el agua no sirve de mucho, se produce una renovación natural periódica debido a la acción de la atmósfera. Esas y otras sandeces salían de su boca cada vez que su marido se interesaba por el estado de su higiene. Más tarde optó por mentir. Pero, cuando él la acariciaba, de su espalda salían pelotillas
Bermúdez se había vuelto un erotómano empedernido, un refinado gozador. Suspendido en el abismo de las tentaciones carnales, a bofetadas con su conciencia higiénica, se sumergió durante meses en repliegues de costra y sedimentos. Luego el asco pudo más y terminó abandonándola a su suerte.
Ella no se molestó en perseguirle.
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