Mañana
me voy a vivir a otro pueblo. Recuerdo el día que te conocí, entonces me prometí
a mi mismo no moverme jamás de esta casa. Fue tan dulce la sensación que tuve
al verte, me sentí tan indispensable. No tenía ninguna duda de que, a partir de
entonces, iba a convertirme en tus ojos y tus piernas. No me importaba
hipotecar el resto de mi vida para hacer la tuya mucho más confortable, ocupar
mis horas en darte de comer, vestirte y entregarte mi cariño. No me importaba
verme convertido en la mofa de todos. “Ese forastero –murmuran- que ha venido a
enterrarse a esta pocilga, con la vida sonriéndole a raudales, en plena flor de
la edad. No se puede ser más estúpido”. Lo sé todo porque cuento con aliados
que me informan, la farmacéutica –una soltera que siempre me miró con buenos
ojos pero me hacía falta estar libre para dedicarme a ti en cuerpo y alma-, el
maestro, el dueño de la barbería. Aún sin confidentes, lo que piensan los lugareños
es tan diáfano como el aire de los cerros en un día de sol, los niños me persiguen
tirando piedras al aire: “Borrico, borrico” cantan y, aunque nunca se atreven a
acercarse mucho, sus carcajadas me las trae el viento. Sé que todavía son
inocentes, solo ponen en práctica lo que sus padres desearían y no se atreverán
a hacer nunca. A pesar de todo, me enorgullecía de mi decisión, caminaba ufano
por las calles empedradas, esquivando boñigas, asomándome a las cuadras para
echar una ojeada a aquellos nobles animales con el mismo respeto que si
visitase un santuario. No echaba de menos las calles asfaltadas, conducir mi
último modelo, las comodidades de la casa en que nací. Ya había vivido todo
aquello y no hubiese cambiado esta aldea por nada del mundo.
Pero
durante cuatro años he tenido que soportar tus insultos y me doy cuenta de que he tocado fondo. No, no te equivoques. He llegado a amar tanto la vida
rural que ya no volvería a la urbe pero, madre, necesito alejarme de ti. Me
consta que, aunque no lo reconozcas, me sigues necesitando pero no puedo
soportar más tus desprecios. No te bastó con dejarme abandonado al poco de
nacer en la estación del ferrocarril, cuando nos encontramos, veinticinco años
después, tú ciega, indigente y paralítica, comprobé que estabas cargada de
rencor. El mismo que, en buena ley, me correspondería sentir por ti, tú lo has
recogido y me lo arrojas con fuerza. Aún así, no conseguirás transmitírmelo,
ese veneno no lo quiero en mi cuerpo. Quédate tú con él y déjame mudarme a otro
lugar, tan idílico como este pero vacío de toda esa basura. Puede que allí
conozca a alguna buena chica y comience una vida distinta, mucho más feliz que la
de ahora. Puede que alguien se apiade de ti y se decida a cuidarte y darte de
comer. Al fin y al cabo te conocen desde que eras niña, algo de cariño han de
tenerte. Pero has de tratarles mejor que a tu propio hijo, ser mucho más amable
de lo que has sido conmigo nunca.
Si
no eres buena, por lo menos, madre ¡sé lista!
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