Leonid Afremov |
Adolfo se pasó tres días seguidos contemplando aquel cuadro. No comió ni durmió, tampoco fue abordado por nadie pues ninguno de sus conocidos podía saber que estaba allí.
Cuando el hombre que se encargaba de recoger los lienzos subió a la galería, le encontró en estado de postración, con los brazos abiertos sin saber siquiera cómo se llamaba. Apurado, olvidó lo que pensaba hacer y marcó el teléfono de urgencias. Luego se dedicó a propinarle sin piedad una bofetada tras otra. La barba, inmune a la parálisis general, había seguido creciendo, pero él no se dejó amilanar por los rasguños y le siguió pegando sin piedad hasta que atisbó la primera lágrima.
-Magenta, cadmio, oro puro, nieve... - Susurró Adolfo con voz lánguida.
El portero no veía más que manchas, como siluetas, encima de otros manchones más amplios: un barrizal en tonos cobrizos.
-¿Cuánto tiempo hace que está aquí?
-No sé.
-Sus ojos suplicaban algo que el ordenanza no
logró identificar hasta más tarde, cuando los camilleros le arrancaron a la
fuerza del objeto de su éxtasis.
Cristián Valenzuela Montiglio |
Otro hombre, este con aspecto autoritario, se acercó a él:
-¿Puede explicarme qué ha pasado?
-No lo sé, agente. Creo que se quedó encerrado el viernes en el acto de clausura de la exposición. Pero sospecho...
El otro no parpadeó pero a medida que pasaban los segundos se iba enfureciendo más.
-Venga, hombre. Arranque de una vez, que no tengo todo el día.
Domingo López G. |
-Parece una locura, pero tengo la impresión de que fue un enclaustramiento voluntario.
El policía esbozó una sonrisa curiosa, estirando nada más que la comisura izquierda sin perder la ferocidad de la mirada ni el porte marcial de los hombros. Los del conserje, en cambio, aún no habían dejado de temblar, estaba seguro de haber abofeteado a un fiambre.
-Lo es. -Aseguró con gesto condescendiente- El síndrome de Sthendal le llaman. Esta semana, con este son cinco los que han sufrido un trance hipnótico delante de un cuadro. Si al menos se tratase de pinturas agradables de ver... Pero ese tal Klaus no sé cuantos que los hechiza ni siquiera sabe pintar.
Comprendo al protagonista de tu historia, porque he padecido el síndrome de Sthendal varias veces, la más aguda fue en Florencia, pase cuatro días completos levitando, sólo notaba que era mortal cuando las lágrimas me caían de la emoción ante el David y los esclavos de Miguel Ángel o el increíble fresco de La expulsión de Adán y Eva del Paraíso terrenal pintado por un jovencísimo Masaccio, entre miles de maravillas más.
ResponderEliminarEn Roma, ni siquiera la capilla Sixtina me emocionó tanto como encontrarme a solas en una iglesia vacía frente al Moisés de Miguel Ángel. Le dije, como el genial artista le dijo a su Pietat, ¡habla!
Qué buenos recuerdos me ha traído este bello post. Me encantan los cuadros que lo ilustran.
Un beso y feliz verano.
Jeje. Bueno, lo he exagerado un poco, pero los que amamos el arte sabemos de qué se trata.
ResponderEliminar¡El Moisés! prometí verlo cuando estudiaba bachillerato y, por unas cosas y otras, todavía no he tenido ocasión, pero me fascina tanto como a ti.
Besos, y espero que no dejes de escribir por el calor.