miércoles, 12 de septiembre de 2018

Ni los hombres son de Marte ni las mujeres son de Venus

Si la testosterona causase la violencia, yo, en vuestro caso, me inyectaría un antídoto.
Pero no es así. O no de forma determinante. Existen los hombres pacíficos y las mujeres violentas, pero nos hemos críado en un ambiente que estimula la competitividad y exalta la fuerza de los varones desde su más tierna infancia, mientras aplaude la paciencia, comprensión, serenidad y capacidad de ayuda de las mujeres. Los mensajes y sus consiguientes refuerzos conductuales son constantes y provienen de todos los sectores: familia y entorno en general, escuela, medios informativos, productos culturales y de entretenimiento... Nos han catalogado desde el principio. Nacemos y ya nos envuelven en una tela rosa, en una tela azul, nos regalan juguetes en consonancia con lo que se espera de nosotros, la estética de nuestra ropa, de los libros que nos destinan según sexo, de las ofertas publicitarias, de los elementos que manejamos (hasta la mochila del cole o la decoración de nuestro cuarto y, desde luego, la taza del desayuno o cualquier artefacto lúdico dirigido a unos u otras). Somos paquetes a los que se asigna el embalaje que corresponde, se les marca con un rótulo y se les coloca en una casilla, esperando que todo ello dé lugar a un comportamiento apropiado según la condición de cada cual. Y lo peor es que lo consiguen.
La consecuencia -que empieza a remitir, es cierto, pero tan lentamente que no llega a apreciarse en toda una vida, tal como ocurre con el crecimiento de un árbol- es que nos disgregan (aunque hay quien se resiste a ser clasificado un uno utro sector), situando a cada uno en su montón correspondiente, radicalmente opuestos según quieren inculcarnos, prefabricando así dos mundos tan diversos que nunca podrán entenderse, de ahí que estén condenados a discrepar hagan lo que hagan. Además, uno de ellos (el masculino), marca el rumbo con tanta seguridad y convicción que, se diría, ha recibido la orden de algún dios pagano y no puede eludirla sin provocar un cataclismo mundial.
Nuestro comportamiento es tan absurdo como el de esos héroes y villanos que pueblan las obras de ficción adolescente. Porque... convenzámonos. Ni los hombres son de Marte ni las mujeres son de Venus. No existe un cerebro masculino y otro femenino, y eso lo puede atestiguar cualquier estudio científico serio. Las aficionadas al boxeo no han nacido con el sexo equivocado, los que jugaban con muñecas en su infancia y ahora leen novelas rosa y se pintan las uñas, tampoco. Las aficiones, vocaciones profesionales, estéticas del tipo que sean, inclinaciones sexuales etc. no marcan el sexo. El género es un constructo social que no existe. Nuestra personalidad está condicionada, aunque no demasiado, por rasgos biológicos (mayor porcentaje de hormonas masculinas o femeninas, cromosomas xx o xy, caracteres sexuales primarios y secundarios) y, por encima de todo, la educación, entendida como un conjunto de influencias amplísimo, algunas muy sutiles otras tremendamente contundentes. Las cortapisas, prohibiciones, sistemática transmisión del temor de todas las formas posibles, normas morales, reproches, opresiones se trasladan sin excepción al sexo femenino. Al masculino se le otorga el mango de la sartén. Mirad a vuestro alrededor. Si no lo veis, quizá tengáis que operaros de la vista.
Hay una industria y un comercio (incluso sanitario) empeñados en convencernos de nuestras respectivas identidades. Y en realidad todos salimos perdiendo, todos menos los que se enriquecen y/o ejercen el poder a nuestra costa. Deberíamos dejarnos de una vez de etiquetas, arrojarlas al contenedor mental más alejado de la conciencia y cerrarlo con siete candados. Evitemos pensar en términos de raza, nacionalidad, sexo, edad, estado de salud, religión, ideología... ¿No os dais cuenta de que nos estamos complicando la vida innecesariamente? ¿No es mejor disfrutar de ella, sentarnos al sol y disfrutar del bocadillo de queso y la manzana? Demasiadas complicaciones hay que no está a nuestro alcance impedir, demasiado sufrimiento, catástrofe, incidente inesperado derivados de nuestra condición de humanos, tan imperfectos, fortuitos e inseguros que ni siquiera saben por qué están aquí, que no dominan su habitáculo terrestre y que carecen de potestad sobre su futuro próximo o remoto.
No. No hemos llegado de planetas distintos. En Marte no hay marcianos ni venusianas en Venus. A todos nos ha parido una mujer, hemos heredado los genes de ambos progenitores y, tras siglos de ignorancia mutua, nos queda una infinidad de cosas que aprender los unos de los otros. Urge ya ese aprendizaje. Es la pura verdad.

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