viernes, 5 de abril de 2024

Las tres mosqueteras




Encontré esta foto en el álbum secreto de Mamali (así o con acento en la i, según mi estado de zalamería) meses después de enterrarla. El nombre es una apócope, la susodicha se llamaba Liboria y nunca quiso que la llamase mamá a secas. Porque en realidad no lo era y para aparentar normalidad, como si nuestras vidas, las de cinco mujeres nada menos, no hubiese tenido sobresaltos. Ignoraba que hubiese un álbum secreto, donde guardaba las fotos que nunca repasábamos en las tardes de lluvia, un cuaderno hecho a mano con las tapas recortadas de una caja de zapatos y hojas de cartulina en tonos pastel. 

Las primeras mostraban a mi abuela embarazada junto a sus dos hermanas, más pequeñas. Aún son unas crías. A mi abuela la engañó un mozo del pueblo enseñándole un anillo y aprovechándose de su ignorancia, pero ella siempre se ha considerado una ramera, una mujer libidinosa y sucia que no acató el sexto mandamiento y fue castigada justamente. El parto de mi abuela fue considerado en el pueblo una maldición familiar, por eso tampoco se casaron mis tías.

A continuación aparece mi madre de bebé, en el colegio, en su primera comunión, en un baile rodeada de amigas. Nunca la vi en ninguno de los otros álbumes, aunque sí llegué a conocerla. Vino unas cuantas veces y nunca sabía qué decirme. Una mujer de ojos tristes y expresión ausente que parecía haber llegado allí a la fuerza. Me compraba chuches en el quiosco de la plaza y una vez se empeñó en regalarme unos prismáticos de colorines que me parecían un horror, pero no me atreví a decirle nada.

Ella fue otra víctima de los tiempos. Pagó la vergüenza de Mamali con una educación más que severa, se le prohibía todo y -lo sé por experiencia- una adolescente necesita respirar aire fresco. Así que se ennovió con un forastero que le doblaba la edad y se escapó a Madrid con él. La encontraron en un prostíbulo, pero Mamali no hubiese soportado la vergüenza de tenerla de vuelta y allí se quedó. Por aquella época estrenaron Emmanuelle en  España y las tres hermanas se hicieron famosas por capitanear las protestas: decenas de mujeres caminando en procesión por la otra acera, vestidas de negro y rezando el rosario a pleno pulmón. Alguien hizo esa foto, que ella guardó celosamente, donde aparecen las tres, por entonces cuarentonas aunque aparenten tener noventa años. Probablemente, se avergonzaría de aquello más tarde, porque Mamali cambió con el tiempo y mis tías abuelas también, principalmente gracias a mí.

Nací una década más tarde y mi madre me llevó con Mamali en cuanto le dieron el alta en el hospital. Según mis noticias, nadie puso objeciones. Me criaron entre las tres y, esta vez sí, mantuvieron la cabeza bien alta. Nadie les sacó los colores a cuenta de mi existencia porque ellas no lo permitieron, y yo crecí feliz, rodeada de amor y con cierta tendencia a provocar a mi alrededor continuas caídas de baba. Por fin sucedió lo que parecía impensable cuando ellas eran jóvenes, pues lo que en mi abuela fue credulidad, en mis tías resignación y en mi madre rebeldía yo lo transformé en polémica, larguísimas y extenuantes conversaciones que les levantaron muchos dolores de cabeza pero acabaron convenciéndolas de que en mi caso no había nada que temer. Lo que conseguí es mi mayor orgullo: estudiar derecho en Madrid viviendo en un piso de estudiantes financiado entre todas, a la misma edad que una se embarazó y la otra cayó en las garras del proxenetismo.

Ya han fallecido las cuatro, y yo conservo este álbum bendito que me ha convertido en lo que soy, una privilegiada, la competente abogada que convence solo con su labia y pruebas incontestables -es decir, sin trampa ni cartón- y una madre divorciada que no oculta el pasado a sus hijos. 

Pero, tengo que admitirlo, en lo tocante a los hombres tampoco puede decirse que haya tenido mucha suerte.

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