Vivir solo otra vez no fue fácil. Al atardecer, solía
pasear por el parque pensando en ella, evocándola en la figura de las madres
que aquella hora colocaban bufandas y gorros antes de emprender el camino de
vuelta, empujando carritos de bebés, apresuradas, deseando llegar a casa antes
de que cayese la noche. A veces la veía caminar junto al lago, acompañada por
un tumulto de chicas que reían y se empujaban solo porque sí. Cuando alzaba la
mano para saludarla de lejos, siempre estaba mirando a otro sitio. Sólo una vez,
me asomé a un matorral tras escuchar un crujido de tacones en la grava como si
fuese un sonido premonitorio, y la vi, caminando despacio con gesto grave junto
a un individuo con chaleco. Cuando les perdí de vista descubrí que estaba más
enfadado de lo que nunca hubiese supuesto, pero no me faltaba razón: Adelaida
había dejado un novio en su pueblo. ¿Cómo había podido olvidarle tan pronto? Por
cierto, ¿dónde demonios estaba ese pueblo? ¿En qué latitud, dimensión o época?
Cuando helaba contemplaba la acera sin gente, me
entretenía viendo a los carpinteros aserrar tablones al otro lado del cristal,
me dejaba afligir por los trapos viejos y sucios que había arrastrado el viento
y quedaban enredados entre las ramas desnudas. Las horas nunca se consumían del
todo, quedaba un rescoldo que duraba y duraba, hasta que perdía la paciencia y
decidía irme a dormir.
(Seguro que recuerdas,
Carlos, aquellos informes repletos de errores que tú te apresurabas a ocultar
para que nadie descubriese mi repentina torpeza, “¿Ocurre algo”, me
preguntabas. “Nada en absoluto. Me encuentro perfectamente.” Aquella mentira
era lo más parecido a una verdad. La otra, la verdadera, nunca la hubieses
creído: un hueso de avestruz se había quedado atravesado en mi pecho, de lado a
lado, impidiendo que entrase la vida.
A los amigos no os
podía explicar nada, pero recordé que ahora tenía una cómplice nueva, alguien
en quien confiar, con la que podía sincerarme por fin.)
Fui a esperar a Adelaida a la puerta de la
carnicería. Se alegró sinceramente de verme: tenía nuevos planes que quería compartir
conmigo. Desde el principio supe lo que iba a decirme, no hizo falta hacerle
preguntas, pero ella no podía callarse, estaba pletórica y deseando
proclamarlo. Había decidió volver al Valle enseguida, tenía muy presente que,
al aceptar el pacto de Demetrio, había contraído una obligación. Si ahora
renunciaba, decepcionaría a aquella buena gente. La habían enviado como
mensajera y, como tal, debía volver llevándoles la llave que permitiese abrir
por fin esas fronteras inhóspitas. “Te estoy hablando de mi pueblo, ése que no
soy capaz de encontrar. Me avergüenzo de ello, Ildefonso. No hay ni rastro de
él en los manuales. He revisado cada palmo de esos mapas tan detallados que tu
amigo me envió. No he encontrado nada en ellos, pero mirándolos he entendido
cómo puedo llegar hasta el Valle, esté donde esté, que con sólo comunicar a la
prensa una noticia de ese calibre pondrían todos los medios a mi alcance, me
proporcionarían un helicóptero... Parece que lo estoy viendo. Una caterva de
gente ansiosa que no perdería la oportunidad de husmear en la región. Allá se
concentrarían todos los periodistas y curiosos del planeta, entonces podría
enseñar a mi gente dónde está la salida, brindarles el uso del teléfono, la
televisión, de tantos adelantos que no pueden ni imaginarse.”
No sé quién la habrá enseñado a expresarse con
tanta elocuencia, ¿las compradoras con su charla, o quizá el vanidoso del
bigotito?
Mi historia acaba aquí. Adelaida ha salido esta
mañana, en el tren de las ocho, rumbo a cualquier ciudad. He de seguirla. Ayer
hablé con el abogado de la familia. Le he dado instrucciones para que venda
algunas fincas, continúe administrando el negocio familiar y me envíe algún
dinero de vez en cuando.
(Veo la cara
que estás poniendo. Carlos, pero tienes que entenderme. Temo por ella. Es más,
tengo un pálpito muy negro. Es tan ingenua, está tan desamparada, y el mundo
está tan lleno de peligros. Si, como asegura el amigo de los mapas, está loca
de remate, no puedo consentir que ande sola por esas tierras del demonio.
También podría ser lo que el carnicero llama “una farsante con carisma”. ¿Y
qué, si lo es? Hasta ahora ha tenido suerte, no se ha topado con ningún verdadero
indeseable. Pero los peligros acechan en cualquier esquina a una mujer joven y
guapa. Y ninguna vive en la inopia tanto como Adelaida, esto es así, digan lo
que digan. No se puede andar por ahí a ciegas y ella, aun suponiendo que sea
una mentirosa, una aprovechada o que no esté en sus cabales, es un hecho que no
sabe nada de nuestra manera de vivir y ser. Nadie puede fingir tanto tiempo y
tan bien. Adelaida es, y lo será siempre, una extranjera en cualquier sitio. A
no ser que... ¿Y si fuese verdad esa historia que cuenta? ¡Qué fabulosa
aventura! ¡Qué extraordinario descubrimiento le estaría reservado a la humanidad!
¡Qué orgulloso debería estar toda la vida si llegamos a coronar la hazaña y
localizamos esa extraña sociedad anchada en el tiempo!
Sé que no puede
llegar muy lejos. Aunque ahora se crea una potentada, sus bienes son escasos y
no van a durarle más de un mes. Eso si no derrocha, pero sus compañeras de piso
le han encargado una visita a París, El Cairo, Chicago, Tokio y otras muchas ciudades.
Adelaida ha tomado nota de todas.
Ahora, querido
Carlos, estoy bebiéndome el tercer whisky de la tarde, no pienso acostarme
hasta que la borrachera me impida ver lo que tengo delante. Mañana temprano iré
a buscarla a La Austriaca, una fonda barata para huéspedes de paso, de cara a
las chimeneas de las fábricas y, como no, al río. La imagino sola, caminando
por andenes y aeropuertos, exponiendo su candor de recién nacida a la vista de
todos, y apuro la copa de un trago para no pensar en las desgracias que pueden
sobrevenirle,
Hasta la vista.
Saluda a los chicos de mi parte. Te echará de menos
Ildefonso Perales)
Llamaron al timbre cuando
estábamos empezando a cenar. Era un chico con una carta y preguntaba por don
Carlos Vallejo. “¿Con b o con v?” soltó la graciosa de mi hija
pequeña. Pero yo vi el remite y me puse lívido. Tras meses de acompañarle en
silencio, de contemplar sus idas y venidas por el despacho a través de la mampara
equidistante sin que se sentase a trabajar ni una sola vez, no me cabía la menor
duda de estar siendo testigo de una crisis mortal. La verdad es que ningún
compañero, y yo menos que nadie, ignoraba su repentina tortura anímica. Cuando
di la propina al chico, hubiese jurado que tenía en la mano una nota de
suicidio. Por eso, todo lo que contaba Ildefonso lo interpreté como las
cornetas victoriosas de las buenas noticias, pues significaba que todavía no
estaba muerto.
Pero podía estarlo muy
pronto. Mejor no lanzar las campanas al vuelo y darse toda la prisa posible.
Bebí un trago de vino, di un mordisco a la tajada de queso que había en mi
plato y salí sin escuchar el crujido de mis tripas.
(Continuará)
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