Como no podía ser de otro modo, me alegré. Empezaba
a arrepentirme de haber recurrido a un sabio de pacotilla que, con la excusa de
nuestra presunta amistad, pretendía reunir pruebas para ingresar a Adelaida en
una institución y, de paso, salvarme a mí de su influjo maléfico.
A veces se acercaba de puntillas y me tapaba los
ojos instándome a adivinar. Yo disfrutaba de una intimidad que siempre me
pareció paradisíaca. Me gustaba imaginar que sus manos olían a perlas, pues si
las perlas tuviesen aroma debería parecerse al suyo: sudor cristalino mezclado
con jabón de azahar. (Excúsame, Carlos,
por estas sandeces mías. No son más que delirios de solterón sin esperanza).
Cuando se detenía de repente como si se hubiese
convertido en estatua, yo revoloteaba a su alrededor procurando parecer
invisible.
Me consumía no estar enterado al detalle de unos
sucesos que Adelaida conocía a medias. Nunca le preguntó a Demetrio cómo se le
ocurrió aquella idea extraordinaria, pero de sobra conocía los motivos. El
anuncio del periódico pedía diez personas mayores de edad para realizar un
experimento apasionante. Ella se presentó en la dirección indicada a la hora
convenida. Había tres hombres esperando. Entraban de uno en uno a un pequeño
despacho, como si fuese la consulta del médico y al rato salían como hechizados
por alguna aparición. Ella conocía a
Demetrio de vista, como a todos los del pueblo. Era el tipo excéntrico que
todas las mañanas desayunaba, sin hablar con nadie, en el bar de la plaza,
ajeno a los parroquianos que le tomaban el pelo con chanzas y chirigotas.
Cuando le tocó el turno, el sabio le explicó en pocas palabras lo que se
esperaba de ella y le rogó que guardase el secreto. Después de un concienzudo
estudio del cuerpo de las mariposas, había conseguido aislar los elementos
responsables de la facultad de volar y estaba dispuesto a probarlo con aquel grupo
de voluntarios. Le estaba proponiendo que se convirtiese en mariposa humana y
traspasase aquellas obstinadas fronteras. Una vez al otro lado, ya encontraría
la forma de volver y abrir a sus convecinos nuevos horizontes.
Solo aceparon el trato ella y el anciano propietario
de un terreno en la zona más alejada del río. Familia y novio se pusieron
inmediatamente en contra, pero ella resistió estoicamente, no sirvieron gritos,
amenazas ni súplicas. Una vez tomada la decisión, nada ni nadie iba a
disuadirla.
Cada tarde al salir del taller de costura, se
reunía con el viejo en el arranque del camino que conducía a la casa de
Demetrio. Allí pasaban horas dejándose inyectar misteriosos mejunjes y sometiéndose
a agotadoras sesiones de gimnasia. Transcurridos cuatro meses y medio, clareando
apenas una madrugada de domingo, el mago les condujo a lo alto de una loma en
el lado oriental del río y les dio las instrucciones pertinentes. Adelaida
cerró los ojos, extendió los brazos en forma de aspa, tomó impulso, respiró
hondo y esperó.
No ocurrió nada. Cuando calculó que el prodigio nunca
iba a producirse, abrió los ojos y miró a su alrededor. No había nadie. Esperó
un rato. Nada. Silencio. Un perro salió de detrás de un matorral y le olisqueó
los pies. El río ahora quedaba más lejos, bajo un puente metálico que no había
visto nunca. Divisó torres, una cortina de árboles, rocas desnudas y
comprendió, alarmada, que nada de aquello estaba allí solo unos minutos antes,
cuando había cerrado los ojos. No reconocía aquel paisaje. O habían cambiado el
decorado o aquel era un escenario diferente.
Durante meses vivió al aire libre. Prefería el
campo a la ciudad. En cuanto anochecía se acercaba a las casas mendigando un
poco de comida. Conversando con vagabundos y deportistas, con pescadores que la
invitaban a comer truchas asadas, aprendió a imitar su acento. Se unió a una
mujer que caminaba sin rumbo buscando a su niña, perdida cuando según ella no
medía más de treinta centímetros. “Dime: ¿Abortaste? ¿Tu hija se fue antes de
nacer?” “No sabría decirte. Ahora tiene seis años y sé que me busca.” La
acompañaba un obeso y maloliente individuo, tocado con gorra de visera, que
parecía ejercer de protector suyo. El hombre, que se apañaba bien robando y no
le molestaba compartir, le enseñó toca clase de trucos para evitar a la policía.
Kilómetros más adelante, conoció a tres jóvenes nómadas, una chica y dos
muchachos, que al principio se burlaron de su forma de hablar. Con ellos
aprendió chistes, términos vulgares que no había escuchado nunca y, lo mejor de
todo, recordó lo que era la risa. Más tarde, anduvo algún tiempo en compañía de
unos vendedores ambulantes, pero en cuanto comprendió que la regla del juego consistía
en que ella sirviese de reclamo para colocar la mercancía y ellos se quedasen
con las ganancias tuvo que poner tierra por medio. En una minúscula aldea, hizo
amistad con dos hermanas que se impusieron la tarea de alimentarla. Metían en una
tartera porciones del guiso a medida que su madre lo iba sacando del fuego, lo
trasladaban a hurtadillas descolgándose por las peñas hasta plantarse en la
orilla del río, con los zurrones colgados de la cintura y la contemplaban
fascinadas comer. Era cuestión de tiempo que la autoridad se pusiese sobre
aviso y la metiese en la cárcel, así que desapareció una noche, con alevosía,
nocturnidad y un gran dolor de corazón.
Su táctica era tan simple como recorrer el curso de los ríos. Las corrientes de agua alimentan la vida y reflejan su flujo constante. No hubiese sido nada fácil sobrevivir en terreno seco.
Su táctica era tan simple como recorrer el curso de los ríos. Las corrientes de agua alimentan la vida y reflejan su flujo constante. No hubiese sido nada fácil sobrevivir en terreno seco.
Todo cambió al llegar el frío. Adelaida no conocía
nuestro clima, en su Valle el tiempo permanecía invariable todo el año. Los
ríos la empujaban con violencia lo más lejos posible. Tuvo que buscar refugio
en las poblaciones, ampararse en los muros de las calles, dar tumbos de un lado
a otro, sin un techo bajo el que refugiarse, recibiendo miradas de
desconfianza, insultos, palabras feas, alguna denuncia. Más de una noche durmió
en la comisaría. La mañana que me obligó a darle cobijo había llegado a tocar
fondo y estaba empezando a comprenderlo.
Encargué carne de avestruz en la granja de mis
paisanos para comerla con ella en Navidad. De regreso, conduje durante doce
horas seguidas para que nos diese tiempo a cocinarla. Adelaida la rellenó de
guindas y la embadurnó de licor y cardamomo. Sirvió aquel plato junto a un sabroso mejunje a base de hierbas machacadas,
–cultivadas por ella en los tiestos del
balcón– guindillas y un bastón de canela. Apetecía viajar a Astro, dondequiera
que estuviese, solo para gozar de su gastronomía. En cuanto la cocinera se
quitó los delantales, se enfundó un vestido color cereza de escote recto y alto
por delante que formaba en la espalda un pico afilado. Ella misma se lo había
hecho con un retal barato que encontró. Aprendí algunas canciones de su tierra,
que cantamos y bailamos hasta el amanecer sin necesidad de ningún instrumento. Segundos
antes de encerrarse en su cuarto, anunció que se mudaba al día siguiente.
(Continuará)
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