René Magritte - Le Model Rouge (1935) |
He
decidido convertirme en niña otra vez y refugiarme, como entonces, en mi casita
de muñecas, que eran seis pedazos de cartón, abrazada a Dominique, una pelota
de tenis arrojada a un vertedero cercano, sobre la que había pintarrajeado unos
ojos y unos labios en medio de unas hebras de lana azul, pegadas a modo de mata
de pelo. Mi Dominique sin cuerpo –¿para qué? lo que de verdad define a un ser
humano es la cabeza, si careciéramos del resto de los órganos nos ahorraríamos muchas
calamidades– esa compañera, tan peculiar y querida, ha viajado conmigo por tres
continentes unas veces en bolsa de arpillera, otras alojada en su propio
departamento de un cofre-neceser de Louis Vuitton. Ahora reposa aquí convertida
en gran objeto artístico, Moon’s Kiss, la célebre artista de performances, la
reelaboró para mí (a un precio simbólico ya que nunca nos hubiésemos podido
permitir sus tarifas), debido a la amistad que la unía a Daniel, al interés que
suscitó en ella la idea en sí y, sobre todo, al afecto que la propia Dominique,
tan retraída en su casi irremediable humildad, provocaba a los pocos que
tuvieron el honor de conocerla en aquella, su versión original. Kiss la hizo
brillar por fin, barnizando la superficie, acoplándole unos ojos de nácar con
pupilas de mica, coloretes esmaltados, una falda abullonada pegada al lienzo e
instalándola en una especie de vitrina con marco de escayola dorada, extraída
de quién sabe qué cuadro antiquísimo, que cuelga sobre el escritorio del
antiguo despacho de Daniel, el lugar más emblemático de esta humilde guarida.
René Magritte - Faux Miroir (1928) |
Hasta las
cucarachas que pululan ante mis ojos han adquirido formas suntuosas. Las
imagino como yo, de puro ébano, gloriosamente cinceladas por algún artesano y
dotadas de un motor invisible que les permite danzar por la atmósfera. Adoro lo
negro. Y las cabezas, aunque la mía esté a punto de estallar por el exceso de
presión a que la estoy sometiendo. Debería ingerir un tranquilizante y quedarme
dormida hasta mañana. Los euforizantes son mis preferidos pero provocan en mí visiones
aberrantes que acaban dejándome sin fuerzas.
Mi primer
hijo también nació negro, no parecía llevar ni una gota de sangre de Tristán. Como
es natural, no me dejaron verlo, había que guardar las apariencias, convencer a
todas las amistades y hasta a la propia madre que era yo de que, a pesar de los siete meses largos de embarazo, había tenido un aborto. Pero siempre conté con espías,
todo el cuerpo de casa al servicio de Bruno, los que habían sido mis compañeros
a la vez que mis sirvientes, se puso de mi lado y, aunque no estaba en sus
manos cambiar gran cosa, me mantuvieron informada de lo que iba sucediendo con
mis niños. Este vivió sus dos primeros años con una familia parisina, luego
Tristán se lo vendió a un comandante de Texas con hijos ya mayores y una esposa
menopáusica.
(Continuará)
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