Alicia tenía ocho años,
vivía en Madrid, cerca del Corte Inglés de Goya. Don Jaime era de Barcelona, venía a
visitar a su padre cada vez que andaba cerca. Una vez por
semana, generalmente.
Don Jaime era un
cincuentón que lamentaba no haber sentado cabeza. Un par de años más tarde se
casaría con una enfermera de mediana edad, mientras tanto contemplaba con
nostalgia a los hijos de los otros.
Don Jaime y Mari Tere
nunca tuvieron descendencia porque tardaron demasiado en decidirse.
Pero en aquellos
tiempos la mujer aún no había aparecido en la vida de don Jaime y él andaba
desorientado y tristón, alojándose en hoteles cuando los negocios andaban boyantes
y conformándose con alguna pensión de mala muerte cada vez que las cosas venían
mal dadas. ¡Qué otra cosa podía hacer! Era trabajador, tenía don de gentes, se
relacionaba bien con la clientela, pero los tiempos no daban para más. Solía
consolarse contando sus cuitas a Pepe, el padre de Alicia.
Ella era la hija que no
tuvo. Y ¡quien sabe! quizá la ilusión de criarla le hubiese dado suerte en las
ventas. Mientras tanto, soñaba
con una novia joven que le convirtiese en padre pronto, pero no tenía tiempo
para novias.
En cuanto entraba al
comedor y saludaba a Pepe y a la madre, dejaba sobre la mesa la consabida caja
de caramelos surtidos, o de rosquillas de aceite, junto a una muñeca ataviada
con el traje típico del último lugar visitado y postales. Muchas postales. De
todos los puntos de España. Tanto regalo venía acompañado de pequeñas bofetadas
cariñosas que restallaban en las mejillas de Alicia, y de una peste a Varón
Dandy que la dejaba mareada el día entero. Pero en su casa nadie parecía darse
cuenta.
Por si esto fuera poco,
en cada una de esas visitas tenía que sufrir un examen. Era sencillo, consistía siempre en la misma pregunta. ¿Cuál es el puerto más importante de España?
Alicia sabía que tenía que contestar Barcelona,
pero conservaba la esperanza de que don Jaime le ahorrase el bochorno. ¿Otra vez? Si
siempre quiere saber lo mismo. La insistencia tenía una explicación porque
ella, entre el tufo a colonia, los cachetes repletos de cariño y el apremio del
otro, se trabucaba y solía quedarse en blanco. A veces hasta tartamudeaba. O, por
decir algo, soltaba el nombre de otra localidad aún sabiendo de sobra que no
era la respuesta correcta.
Probablemente, don
Jaime pensaba que la pequeña Alicia era tonta. Llevaba meses, un par de años incluso,
haciéndole la misma pregunta. Solo tenía que aprenderse una palabra, un simple
y solitario nombre propio, el de una ciudad con puerto, y no una ciudad
cualquiera sino una muy importante. Y ella no era capaz. ¡Triste papel el que debía
hacer en el colegio si cada día debía llevar aprendida la lección!
Pero Alicia aprendió
mucha geografía contemplando las postales de don Jaime, había viajado poco, así
que esas imágenes eran el complemento ideal de sus clases, la prueba de que existía
un mundo fascinante más allá de su barrio. También disfrutaba con aquellas
miniaturas vestidas de sevillana, de charra o de gallega, y le halagaban tantas
atenciones y afecto. Alicia apreciaba a don Jaime, pero le hubiese gustado
decirle que aborrecía su marca de colonia, que las palmaditas en la cara, más
que un gesto cariñoso, representaban un castigo para la sensible piel de una
niña pequeña, que agradecía sus gestos paternales pero preferiría que
manifestase su cariño de otra forma. Y, por encima de todo, que conocía de
sobra el nombre del puerto más importante de España y se lo diría encantada –con
la condición de que no la atosigase– cada vez que le apeteciese escucharlo.
Alicia y don Jaime habitaban
dos mundos lejanos, les separaban tantas circunstancias que jamás consiguieron
entenderse. Y, sin embargo, ella le
recordó siempre con cariño. Solo les hubiese hecho falta un árbitro, un
traductor, alguien que percibiese las señales correctas y supiese
transmitírselas al otro. Pero en casa de Alicia nunca a nadie se le ocurrió
ejercer tal función, ni una sola vez repararon en los apuros de la niña. Estaban demasiado encantados con don Jaime, el
simpático amigo de la familia, y demasiado preocupados por sus propios asuntos.
La niña madrileña y al
viajante de comercio catalán (como la gente de Cataluña y la del resto de
España) necesitan –nada más pero también nada menos– un canal de comunicación
que les ayude a comprender correctamente al otro. Con independencia de
gobiernos y autoridades varias, que bastante tienen con mirarse el ombligo, al
menos hoy por hoy.
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