El lugar era francamente siniestro, la cueva que
hacía las veces de vestíbulo se resolvía en un pasillo abocinado que iba a
desembocar, a su vez, en tres aulas polvorientas, situadas a derecha e
izquierda e iluminadas por un ventanuco alto, algo mayor que un tragaluz, que
únicamente los días de mucho sol, se dignaba arrojar una luz gris y sucia.
Hubo algún conato de berrinche pero venció la curiosidad. Aurora estaba descubriendo un nuevo territorio, mucha gente nueva y, desde luego, sus propios límites. Cuando preguntó por su orinalito, le empujaron con suavidad al pequeño retrete de su clase. Bebiendo agua a morro en el lavabo entendió que, del vaso, se puede prescindir. A media mañana, cuando levantó la vista de la cartilla que estaba manoseando, cansada ya de ver dibujos y garabatear sin sentido en su cuaderno, se encontró con un hombre en miniatura, colgado de dos palos cruzados, que la contemplaba angustiado desde la pared frontal, junto a la bandera española, el retrato de Franco y el de José Antonio.
Aquello le pareció horrendo, aún no había aprendido la palabra crimen, pero toda la magnitud de la tortura que se puede infligir a un ser humano cayó sobre sus hombros pequeñitos. Por primera vez, se sintió aterrorizada pero lo sobrellevó bastante bien porque aún no sabía lo que era el terror. Preguntó pero no le contestaron. Hubo algún conato de respuesta, sí, pero no la satisfizo. Hasta una mente de tres años ha desarrollado ya una cierta lógica. Cuando, por fin, llegó a casa y reclamó una explicación convincente no entendió lo que le decían. ¿Jesucristo? ¿Y ese quién es?
A partir de ese momento, se suceden las incongruencias. ¿El niño Jesús y ese hombre, viejo, derrotado, famélico, son la misma persona? Si lo dicen su padre y su madre a ella no se le ocurre dudar de su palabra, pero su cabeza no es capaz de abarcarlo todo. Al niño le conoce bien, o eso creía ella, es pequeño, como su hermano Andrés, algo más rubio que él pero igual de sonrosado y mofletudo. Es al que reza cada noche con las manos juntas mientras su abuela le arregla el embozo. ¿Cómo ha podido hacerse envejecer tan de repente? ¿Cuántas cosas han pasado en el rato que ella estaba en el colegio? ¿Por qué nadie se lo ha dicho? ¿Por qué ninguno de ellos se extraña de tanta monstruosidad?
Se le saltan las lágrimas recordando el sufrimiento de aquel cadáver doliente. Esa noche tarda en dormirse casi cinco minutos. Se ha quedado pensando en algo que, por mucho que se esfuerza, no puede traducir en palabras. Sus razonamientos son como globos de colores que explotan en el fondo de sus ojos; es incapaz de asirlos, puede verlos pero no encuentra un sentido a todo ese amasijo de conceptos sin forma.
Aurora jamás podrá explicar lo que sintió aquel día: cuando crezca y cuente con suficiente material para desarrollar un razonamiento, cada una de aquellas escenas se habrá borrado de su mente como si le hubiesen pasado una esponja.
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