Nunca tanto como ahora hemos
podido decir con propiedad que vivimos en tiempos revueltos, es evidente que
todo está patas arriba. De acuerdo, ha habido épocas peores, por ejemplo las
bélicas pero esas entran en la categoría de convulsas. Sin mencionar que muchos
hablan de la crisis presente como una guerra sin armas, que no incruenta, pues,
por desgracia, la situación actual ha robado ya muchas vidas.
Pero hoy no vengo a hablar de
la crisis. La cuestión radica en que la sociedad había llegado a un consenso,
en que habíamos aceptado una forma de vida a gusto de la mayoría, en que las
mujeres empezábamos a tener voz por fin, en que los retrógrados y cavernícolas
empezaban a limitarse a su reducto, como cada hijo de vecino por otra parte. Ojo:
tampoco es que hubiesen perdido su influencia. En España, amenazar con el
infierno, o con el rechazo social que en ciertos casos es casi lo mismo,
todavía logra agachar muchas orejas. Por tanto, esa prepotencia de los poderes
tradicionales, sin haberse erradicado del todo, no había tenido otro remedio
que ceder algo de terreno a la razón, al derecho de la gente a vivir su vida en
paz sin tener que rendir cuentas a nadie.
Entonces llegaron ellos. Sí,
como en una peli del Oeste americano. Con la pistola humeante y el sombrero de
ala ancha de la mayoría absoluta en las urnas. O lo que es lo mismo, con
patente de corso para imponer de nuevo sus trasnochadas reglas en esa finca
particular llamada España que –ellos creen– les ha regalado el pueblo con el
simple gesto de introducir un sobre en una urna. A veces me pregunto en qué
estaban pensando los votantes a quienes no beneficia este estado de cosas, pero
me parece que en estos tres años ya han pagado con creces su error, se han
lamentado y arrepentido lo suficiente, han tenido que abrir los ojos de golpe
casi desde el día siguiente de votar. No merecen que nadie les reproche nada
pues en el pecado llevan la penitencia. Una frase muy propia de los meapilas
pero totalmente certera en este caso.
Señores y señoras, no sé si
se han dado cuenta de que estamos perdiendo los derechos. A pasos agigantados,
además. Los laborales, los de manifestación bajo fuertes amenazas penales,
incluso el de opinar libremente. Y algo fundamental, por lo que luchamos
duramente a lo largo de mucho tiempo y que nos había costado sangre, sudor y
lágrimas: el derecho a decidir sobre nuestro cuerpo.
¿Quién fue el guapo que
propagó la enorme falacia de que Alberto Ruiz Gallardón era la cara progresista
del PP? Yo nunca lo he visto así, y hasta empezaba a convencerme de que la
confundida era yo, de que me había convertido en una miope absoluta, de que
alguna señal se me escapaba, de que si todo el mundo creía en ella la supuesta
manga ancha del –por entonces- alcalde de Madrid tenía que ser una realidad.
Cada vez estoy más
convencida de que los estados de opinión se propagan a la velocidad del viento.
La gente los adopta sin cuestionárselos en cuanto ve que su entorno los
defiende. Lo del talante liberal de este político era una tontería sin mayor
consistencia. Ahora cuesta encontrar a alguien que esté dispuesto a aceptar que
opinaba así.
Y ¡claro! Como todo el mundo
sabe, los lobos con piel de cordero entran en corral ajeno mucho más fácilmente.
El actual ministro de Justicia ha sido lo suficientemente hábil como para
convencer al Gobierno de que era uno de ellos mientras aseguraba a la gente de
a pie que podía confiar en su gestión. No olvido que para acceder a su puesto
actual no ha tenido que pasar por las urnas, pero tampoco se me escapa que, al
formar parte del equipo de Rajoy, tranquilizó en cierto modo a muchos posibles
votantes.
Señores y señoras, no sé si
se han dado cuenta de que estamos perdiendo los derechos. A pasos agigantados,
además. Los laborales, los de manifestación bajo fuertes amenazas penales,
incluso el de opinar libremente. Y algo fundamental, por lo que luchamos
duramente a lo largo de mucho tiempo y que nos había costado sangre, sudor y
lágrimas: el derecho a decidir sobre nuestro cuerpo.
¿Quién fue el guapo que
propagó la enorme falacia de que Alberto Ruiz Gallardón era la cara progresista
del PP? Yo nunca lo he visto así, y hasta empezaba a convencerme de que la
confundida era yo, de que me había convertido en una miope absoluta, de que
alguna señal se me escapaba, de que si todo el mundo creía en ella la supuesta
manga ancha del –por entonces- alcalde de Madrid tenía que ser una realidad.
Cada vez estoy más
convencida de que los estados de opinión se propagan a la velocidad del viento.
La gente los adopta sin cuestionárselos en cuanto ve que su entorno los
defiende. Lo del talante liberal de este político era una tontería sin mayor
consistencia. Ahora cuesta encontrar a alguien que esté dispuesto a aceptar que
opinaba así.
Y ¡claro! Como todo el mundo
sabe, los lobos con piel de cordero entran en corral ajeno mucho más fácilmente.
El actual ministro de Justicia ha sido lo suficientemente hábil como para
convencer al Gobierno de que era uno de ellos mientras aseguraba a la gente de
a pie que podía confiar en su gestión. No olvido que para acceder a su puesto
actual no ha tenido que pasar por las urnas, pero tampoco se me escapa que, al
formar parte del equipo de Rajoy, tranquilizó en cierto modo a muchos posibles
votantes.
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