El teléfono se puso a sonar exactamente a las 3. 05 de la madrugada. Habrán observado que su timbre, a esas horas, se vuelve más chillón y apremiante, enfadado por haber sido interrumpido en su sueño, reprochando no se sabe qué y urgiéndote para que saltes de una vez de la cama y te muevas a la velocidad de la luz. Escuché la voz enronquecida de Auko.
-Molina...
-¿Pasa algo? ¿Qué has hecho?
-Escaparme de la policía y salir a buscar a Bernardo con Agosto.
-¿Cómo, quién? Pero ¿qué dices?
No había tiempo de explicaciones. Me dio la dirección de la comisaría y cogí un taxi. La noche era como un mazo metálico, impenetrable, helado, que atenazaba la garganta. Ni un solo gesto amable, ni un poco de tibieza en la atmósfera. Solo hostilidad y un frío helador.
En la comisaría nadie quiso explicarme nada. Me preguntaron qué parentesco tenía con Auko y, como les dije que ninguno, casi me despachan en un santiamén. Pero me puse a hablar de la edad de Auko, de que había que tener consideración con ella, les dije que, probablemente, no se atrevía a meter en este lío a sus ancianos padres – y era cierto, todo menos que eran ancianos, pero fue un detalle de mucho efecto - que era una buena chica, algo confundida por esa fantasía suya, que a veces no le daba muy buenos consejos. No quisieron escuchar más, mi discurso les aburría demasiado. Fue un momento decisivo, entonces me preguntaron si estaba dispuesta a pagar la fianza.
Arturo Souto - New York (1957) |
-Naturalmente. – respondí como si lo tuviese todo previsto. Estaba implorando a los dioses para que la cantidad estuviese a mi alcance, de lo contrario, Auko no tendría más remedio que agachar las orejas y reconocer que no era capaz de valerse por sí misma. A todo esto ¿qué o quién demonios era Agosto?
La cantidad me pareció asumible incluso para mí, aunque durante los próximos días tendría que prescindir de algún capricho. Auko salió tiritando del interior de un pasillo lóbrego. Todo aquella noche era negro como boca de lobo, la abracé con pocas ganas, ella me cogió de la mano, entramos en el cuchitril del comisario y comprobé que no habían acabado las sorpresas. Sentado con la espalda contra la pared, las rodillas encogidas y un gesto de fastidio infinito, había un chaval de unos quince años que se levantó en cuanto nos vio entrar.
-Este es Julio. - Dijo Auko
Cada vez me sentía más confusa.
-Y Ag…, y Agosto? - Más que confusa, una completa majadera.
El chico sonrió con la mitad de la boca.
-También soy Agosto. Soy casi todos los meses.
-Venga muchacho, - terció un guardia – fuera de aquí. Y deja ya de vacilar.
El comisario me dio la mano, se disculpó por las molestias e incluso me trató de señorita. Esa fue la escena más ceremoniosa que podía concebir aquella infausta noche. No quise hablar con ellos antes de que amaneciese del todo, cualquier confesión suya o comentario mío hubiesen estado envueltos por un asfixiante cerco de pinchos.
El día tampoco amaneció muy amigable. Me costó mucho despertarles y obligarles a hablar. Comprendía que estuviesen rendidos pero tenía que saber en qué jaleo estaba metida. El niño se negó a desayunar, agachó la cabeza para ocultar que estaba llorando.
-Es que han raptado a su padre. – Me informó Auko a media voz.
-¿Qué me estás diciendo’
-Y nosotros tenemos que volver a su casa. Nos están custodiando los polis, no sé cómo no han venido aún.
Aparté la cortina y, efectivamente, de espaldas a la puerta había una pareja uniformada. Ella frotándose las manos, él con las suyas enlazadas a la espalda.
-Vamos, vamos – empezaron a empujarme los dos – Si se enfadan entrarán, y son bastante violentos, es mejor que salgamos nosotros.
-Pero no habéis terminado el desayuno.
Me miraban los dos muertos de miedo.
-Y ¿si salgo y les pido permiso? Acabo de retirar las tostadas.
No quisieron ni probar el café. Salimos. El cielo parecía papel de estaño, el alba lucía como un cuchillo cegador y ponía una capa de escarcha en las cosas. Auko y Agosto iban arrebujados en sus anoraks, enfurruñados como dos niños. Todavía no sabía quién era ese chico ni por qué se llamaba así. Nos hicieron entrar en el coche sin muchas contemplaciones. Vi cómo el chofer rozaba la manga de Auko y alcancé a distinguir entre los dedos de esta un pequeño bulto naranja.
Arturo Souto - Paris at night (1930) |
-¿Qué te ha dado? – Le susurré.
-Una gominola.
-¿Conoces a ese chico?
Ella buscó su imagen en el espejo retrovisor, hizo un gesto de extrañeza.
-No lo he visto en mi vida.
Tenía una melena corta color miel y sonreía a espaldas de sus colegas. Me olvidé de él, todavía me atormentaban las preguntas. En cuanto llegamos, la pequeña Rosana se abrazó a su hermano y yo acribillé a Auko, la rebelde.
-¿Me quieres explicar de una vez que demonios has hecho ahora?
Se dio la vuelta con su cara más agria.
-En primer lugar, Molina, muchas gracias por sacarnos de esa ratonera. Y luego... no te consiento que me hables así.
“Encima chula”, pense. Auko, no solo había dejado de ser el emblema, algo infantil, de mi casa de las rocas, no solo se había convertido en mujer. Parecía una persona distinta, autosuficiente, sí, pero también más huraña, menos amigable, una estatua de sal dentro de su urna.
-Ya veo - grazné - conseguiste lo que querías y ahora me echas a patadas. – Sin mirarla, me encaminé hacia el vestíbulo de aquella casa que era un misterio para mí. – Pues hasta nunca. Y mucha suerte.
-¡Espera! – me frenó – Dime cuánto te debo.
-Por mí, puedes ahorrártelo - rugí -. Y salí de allí muy digna con el cuello más erguido que nunca.
(Continuará)
A ver qué pasa con Auko ;-)
ResponderEliminarSaludos en letras
Estoy en ello, dentro de un par de días sabremos algo más pero para conocer el final aún quedan unos cuantos episodios.
ResponderEliminarSi te apetece leer "Los árboles azules" desde el principio (y no lo has hecho ya), pincha en la etiqueta "Relato". Este que has leído ya es el séptimo post de la historia.
Gracias por tu visita. Sigo tu blog, como sabes. Un saludo