(O de como el mundo entero sabe lo que me pasa mucho mejor que yo mismo)
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El sábado pasado Paco fue el artista invitado en el centro cultural del barrio y el domingo repitió su actuación en el Pachuli, un club que abrieron tres franceses en los bajos de un edificio en rehabilitación y que ha estado de moda hasta hace poco. Ahora está de capa caída y todo el mundo sabe de quién es la culpa. De la crisis, sí. Desde hace ya muchos meses, los clientes de siempre entran sin pagar, los artistas trabajan gratis y el mantenimiento se ha puesto en manos de la divina providencia.
Cris me manda el vídeo por vía electrónica. Pongo en una bandeja todos los dulces que encuentro por casa y una gran jarra llena de café, coloco todo en la mesa baja y, mientras pasan trozos de la actuación de un grupo local que estuvo por la zona el verano pasado, me entretengo en mullir los cojines. La grabación es un desastre. Primero se ve un escenario borroso. Según se va acercando, la imagen se vuelve algo más nítida. Aparece Paco en primer plano inflando los carrillos y poniendo los ojos en blanco.
- Bon soir. ¿Soir? ¿Suar?
Risas contenidas.
La cámara se aleja, Paco se encoje de hombros y empieza a pasear de un extremo a otro. Ignora a los espectadores, parece estar concentrado en sí mismo. No se oye un suspiro. Cuando llega al punto de partida, se para de repente, da un cuarto de vuelta y se queda mirando al público.
- Soy un tipo incomprendido – exclama. – ¿Saben por qué? Todos se creen que tienen que darme lecciones. Cuando iba al cole había un profesor... - se pone bizco - No, no me voy a ir tan lejos, a ver si los voy a perder a la vuelta de algún lustro.
Silencio. Alguna risa nerviosa al fondo.
- Cuando mi hijo Raúl tenía tres años, lo llevamos a que viese los Reyes Magos y el coche se paró de repente. Mientras llamábamos a la grúa, al chaval se le ocurrió mearse encima, probablemente del susto. Así que, una vez acabé los trámites, me encontré cogiendo el autobús, en pleno mes de enero, con un niño empapado al que tuve que quitar los calcetines para que no se le congelasen en las piernas. Ustedes sabrán por experiencia que si te da un vahído, aunque tengas diez personas dándote codazos, no te mira ni dios. Pero ¿han probado a subirse con un niño sin calcetines, en pleno invierno, a un autobús lleno de gente? Háganlo. Todos se sentirán obligados a informarte de que el niño que arropas bajo tu abrigo va prácticamente desnudo. Me gustaría saber que les pasa por su mente retorcida: si piensan que estás ciego, que eres tonto, que te has caído de un guindo...
Había que ver a Paco dar vueltas a los ojos mientras agitaba rápidamente la punta de la lengua. El público se retorcía de risa
- Disculpe, señora, no me había dado cuenta, menos mal que usted se ha fijado.
Paco toma aire, sube los hombros y baja la cabeza esperando a que cesen las risas. Me sirvo más café.
- ¿Saben? A mí... a primera vista no se me nota, pero no respiro bien. Hablo completamente en serio. Esto me pasa porque he sido un gran fumador. A veces me dan ataques de tos en público. – Pausa – No teman, hoy ya he chupado el caramelo de menta.
Murmullos.
- Es broma. Por lo general, necesito algo más fuerte pero si salgo de casa es que el asunto está controlado. Siempre que el ambiente no sea agresivo, como aquella vez en el metro. Alguien se había puesto un perfume carísimo, debía oler como los ángeles pero yo no podía resistirlo. Empecé a toser. Un minuto, dos, diez. No se me pasaba. Al principio intentaba aguantarme pero estaba a punto de reventar. Había una mujer a mi lado y se creyó en el deber de darme un consejo. Es mi destino. Sí.
Pausa.
- Me dio un susto de muerte. Estaba yo tosiendo tan tranquilo y de repente empezó a chillar como si hubiera visto una rata. "Suba el brazo, suba el brazo".
Ahora, incluso yo empiezo a reírme al mismo tiempo que el público. La voz de pito de Paco es irresistible.
- "Suba el brazo, que suba el brazo le digo. Soy enfermera y sé perfectamente lo que tiene que hacer". Debía querer que me disculpara, o algo así, por no seguir sus instrucciones. Se-e-e-ñora que me estoy muriendo. ¿Quiere que se lo diga? Pues no puedo, cojones, tendrá que adivinarlo usted solita.
Primer plano de nuevo. Sonrisa alelada de oreja a oreja, la punta de la lengua asomando por una de las comisuras. Bizquea, no bizquea, bizquea...
- Pongo esta cara a ver si la asusto pero cada vez la veo más enfadada. Creo que estuvo a punto de pegarme porque me ahogaba sin pedirle permiso. A ella que era enfermera. ¡A quién se le ocurre!
Deja caer los brazos y pone cara de resignación.
- Lo que uno tiene que hacer mientras se ahoga. Ya digo, tengo muy mala suerte. Siempre encuentro alguien que sabe lo que me pasa mucho mejor que yo.
La cámara enfoca caras sonrientes. Luego a Paco mirando con atención.
- Por fin se calló la buena mujer.
Más risas.
- Si llego a morirme, creo que hubiera tenido que pagarle una multa.
Aplausos.
- Y si hubiese tenido solo un poco más de aire, me hubiera gustado... tirarle de las orejas. Las tenía muy coloradas.
No han dejado de reír. Paco añade.
- La pobre...
Este hombre es un humorista nato. ¡Quién lo hubiera dicho! Me sirvo un poco de leche, saco del bolsillo un caramelo de anís.
- Entro en un bar. Venimos de compras, me acerco a la barra mientras mi mujer se encarga de los paquetes. Doy un paso atrás en cuanto veo a la camarera con el frasco de detergente en una mano y el trapo en la otra, dispuesta a limpiar la vitrina. Me mira con cara de susto. Pero no un susto corriente, me mira como si estuviese a punto de atracarla. “Perdón señorita, – le explico – es que no puedo acercarme ahora porque tengo alergia a los químicos. En cuanto se seque…” “¡Ahhh! – hace un gesto de pánico, vierte medio litro de líquido en la bayeta y se pone a fregar frenéticamente. “Perdón, no lo sabía, ¿eh? Lo siento de verdad”.
Los espectadores escuchan con una sonrisa.
- A esas alturas, – sigue diciendo Paco – yo he retrocedido hasta la mesa, bien alejado del chorro asesino, y mi mujer ha tomado el relevo. En cuanto se sienta en el taburete, la chica vuelve a disculparse. "En serio, no tenía ni idea ¿eh?"
Parece que lo estamos viendo. Paco, convertido en camarera, sostiene con una mano un recipiente imaginario mientras con la otra frota concienzudamente el aire.
- La muy mema sacude el bote sobre la repisa extendiendo otro chorro generoso. Si no me retiro a tiempo, estaría ya en el otro barrio. “Tranquila, usted no se preocupe”, replica mi mujer, pero no puede evitar mirarla con lástima infinita, mientras la otra sigue arrojando líquido por todas las esquinas que tiene a su alcance. Si continúa con su furia higiénica, vamos a tener que huir de allí.
¿Que no lo sabías? Naturalmente, – pienso, pero me callo porque si no voy a acabar asesinándola – si tuvieras poderes paranormales no estarías vendiendo bocadillos. Y ahora que lo sabes ¿qué pretendes? ¿Acabar conmigo? Sé que es mucho pedir, pero la vida sería mucho más fácil si escuchásemos lo que nos dice el que tenemos enfrente.
Vuelven a aplaudir El público está entregado, con ganas de que vuelva a hacer el payaso pero atento a la historia. Veo caras serias, llenas de simpatía cuando la cámara hace otro barrido general.
- Y entonces, a pesar de mi mala suerte, un día se me ocurre coger un taxi. Los taxis son veneno para mí, tienen una atmósfera de por sí cargadita, con restos de tabaco sí o sí, de eso no se libra ninguno. Para acabar de liar la cosa, le añaden ambientador creyendo que así se nota menos y terminan de rematar la faena. Lo peor de todo es que nos dirigíamos a un pueblo al que solo se puede acceder por autopista. Ese día iba solo. "Haga el favor de dar un rodeo – le pido al hombre – para que no tengamos que atravesar el túnel. Es que tengo un problema de bronquios y me ahogo, ¿sabe?". El otro, sin inmutarse, suelta lo siguiente: "A usted no le pasa nada en los bronquios, lo que tiene es claustrofobia" Y se queda tan pancho.
He comprendido hace rato que se está escenificando un mitin. Paco no interpreta: lo vive. Pone una expresión tan cómica, de desesperación infinita… Se escuchan risotadas inquietas.
- Ya que se mete en camisa de once varas, le hago un resumen de la situación. "Señor, a mí quien me trata es el neumólogo porque lo que tengo está en los pulmones, si fuera claustrofóbico tendría que visitar al psiquiatra."
Ya se me han olvidado los pasteles, el café, que se ha quedado frío, y casi no sé ni dónde estoy. Veo en primera fila varias bocas abiertas, como si temiesen perder el hilo al cerrarlas.
- Y entonces – continúa Paco – el fulano se pone chulo y me larga: "Y a mí qué me cuenta. Yo no soy médico". "Acabáramos, le digo, creí que se había doctorado en todas las especialidades y que además era una eminencia. Como ha diagnosticado sin mirarme...”
Aplausos solidarios. Lo que cuenta Paco es cada vez más grave, la gente lo nota y le apoya sin reservas. Eso se ve.
- Pero escuchen, ahora viene lo mejor. Resulta que el tipo tenía salida para todo. "Es que mi mujer la tiene. La claustrofobia, digo. Y no pasa nada por eso".
Paco sacude los brazos por encima de su hombro derecho como si estuviera lanzando al taxi por los aires, taxista incluido.
- Ahora sí que lo entiendo todo. – arruga la nariz – ¿Porque tenga claustrofobia tu mujer la tenemos que tener los demás?
Risas suaves, de alivio.
Da unos pasos hacia atrás y vuelve a su sitio, como si estuviese recordando algo que le hace mucha gracia. Al reírse, sacude los hombros. La gente espera atenta, preguntándose por dónde irá a salir.
- Pero lo mejor con diferencia, lo descacharrante de verdad, la rehostia, lo que se lleva el óscar al mejor guión de todos los tiempos, es lo que me pasó con la asistenta.
Escucho enormes carcajadas mezcladas con aplausos. Creo que todavía no ha dicho nada gracioso, será para liberar la tensión.
- Llevaba días notando que cada vez que ella pasaba por allí yo me encontraba fatal. Y, como no creo en males de ojo ni mandangas, supuse que estaba actuando por libre. "Ana Mari, le pregunto como quien no quiere la cosa, ¿ha fumado usted?” Pero la cosa tenía su miga porque el último día que vino llamamos a un médico del SAMUR y trajo una bombona de aerosoles que tuve que aguantar en la boca más de veinte minutos. Claro que lo que ella tardó en confesar fue más del doble de ese tiempo. No le pusimos el foco encima de los ojos porque en casa no tenemos, pero había un poli malo (yo, naturalmente) y un poli bueno (Cristina, mi mujer, que se va a ganar el cielo de la paciencia que tiene). Después de hostigarla sin piedad entre los dos – aunque le hemos explicado por activa y por pasiva que en casa no puede entrar ningún producto que no hayamos supervisado nosotros – confiesa que todas las semanas trae un espray de amoniaco escondido en el bolso. "Lo reconozco. He sido yo.”
Nos da la espalda a todos y sube los hombros lentamente. Cuando se vuelve, adelanta la cabeza y extiende la mano derecha con gesto cómplice.
- Les juro que no podíamos creerlo, era imposible que aquello estuviera pasando de verdad. Ni en mis peores pesadillas he vivido nada tan absurdo.
Caras preocupadas. Entonces Paco parece cargarse de furia e increpa a una asistenta invisible.
- Pero, tonta de mierda. ¿Qué pretendías? ¿Matarme?
Aplausos comprensivos. Él hace una reverencia y se queda mirando con gesto grave.
- Muchas gracias.
Las paredes retumban de aplausos. Nadie esperaba esto pero han entendido y lo demuestran.
- Señores, yo vivo la vida a tope. Lo malo es que mi tope está demasiado cerca, justo aquí.
Alarga la mano y los aplausos se incrementan. Algunos se ponen de pie para aplaudir con más entusiasmo. Paco se inclina de nuevo y se cierra el telón.
La pantalla queda a oscuras. Recojo la mesa moviéndome como una sonámbula. Siento que floto, como si acabase de salir de un sueño muy largo.
Visita mi nuevo blog sobre la cuestión respiratoria: http://charlasconpacotella.blogspot.com
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