El taller que ha convertido a nuestra Auko en artesana se encuentra al fondo de una calle empedrada, sin salida ni edad, dónde suelen aventurarse los coches que no han encontrado aparcamiento, parejas sin lugar donde recogerse y puede que algún malhechor de vez en cuando. Parece detenida en el tiempo con sus farolas decimonónicas – que antes fueron de gas –, los arcaicos antepechos y esos rótulos desgastados que – junto al enternecedor dibujo de un repeinado dandi que muestra entusiasmado un frasco puntiagudo – anuncian un “específico contra la tos” o un crecepelo garantizado por la rúbrica del famoso doctor Del Sarto. Cuesta adivinar de qué clase de tienda se trata, pues el cartón que la identificaba aparece corroído dentro de su urna de cristal mostrando apenas unas pocas letras borrosas. Lo mismo ocurre con el tabuco del zapatero remendón, la tienda de ultramarinos, el almacén de corcho, la vieja vaquería.
Auko, cuya transformación continúa su curso, aterriza por allí todas las mañanas. Con su falda de cuadros, una vieja bandolera de flecos y su aspecto de andar perdida por el mundo, sortea automóviles, gatos y cubos de basura deseosa de alumbrar, también ella, prendas destinadas a convertirse en viejas reliquias. La cría rechoncha que un día salió de mi tinaja es hoy una especie de cirio cuya melena, como una llama tan negra que parece azul, y sus ojos de largas hendiduras sugieren algún antepasado oriental. Ha aprendido el arte de pegar retales de fieltro y ya empieza a tejer con toda clase de puntos, bordar anagramas, fabricar borlas. Sabe que, sea cual sea la labor que le asignen, podrá concluirla pulcramente.
Más allá del astillado mostrador de la tienda, y a través de una puerta abierta a todas horas, puede verse la sala donde las operarias, cada una tras su correspondiente máquina a pedales, se afanan por dar forma a un gorro, unos calcetines, un sombrero, unos guantes. A la derecha, según se entra, está la oficina de Bernardo. Se reconoce por el rótulo de esmalte blanco con la palabra DIRECCIÓN sujeto con tornillos. Debajo está el rectángulo de cristal esmerilado a través del cual se distingue la luz amarillenta de un flexo. Todo resulta tan arcaico, solemne y fuera de lugar, que no puede producir más que nauseas. ¿Qué ladrón en sus cabales se aventuraría en un sitio así, donde no puede afanar más que polillas y algún que otro alfiler enganchado en la ropa? Sin embargo, los pocos vecinos que aún resisten en aquellas acartonadas viviendas declararán un par de días más tarde haber visto a tres enmascarados. La expresión, según se sabrá más tarde, está fuera de lugar; uno de ellos se había cubierto el rostro con un pañuelo a rayas, los demás llevaban gorra y un mono azul. Pero los viejos tenían derecho a divertirse, jamás habían vivido nada igual, por eso ni uno solo de los polis les reprochó que fantaseasen a su gusto.
Auko sueña con diseñar las piezas ella misma o con lucirlas en algún desfile. Es un veneno que la ha inoculado su amiga, la oficiala mayor, cuya intención, que repite continuamente como un mantra, no es precisamente pasarse la vida cosiendo. Diseñadoras o modelos les da igual, solo aspiran a una profesión que les garantice una vida de lujo. Pero parece que aquel día de enero la vida tenía otros planes, como suele decirse. Auko fue llamada al despacho y se encontró frente al canoso con bigote y cara de pocos amigos que le tenía sorbido el seso desde que le vio por primera vez. Le preguntó si podía servir de acompañante a una niña enferma.
A Auko, fuera por miedo a ser despedida, porque le daba pena la pobre niña sola en su casa con fiebre o porque su jefe era tan guapo que no podía negarle algo tan sencillo, no le quedó otra alternativa que aceptar. Pero en cuanto el chofer les dejó delante de la verja empezó a preguntarse cómo el dueño de una mansión de esa clase se conformaba con un negocio tan decadente. Tampoco sabía qué hacía ella en un lugar así, cuando, con solo descolgar el teléfono, Bernardo, o algún criado suyo, hubiese tenido a su disposición cien agencias.
Pero la enferma y, sobre todo, la cocinera, tan aficionada al espionaje como al chismorreo, le explicaron que Bernardo era un tipo desconfiado que jamás contrataba a nadie a ciegas. Solo confiaba en su intuición. Algo debió ver en Auko que le decidió a confiarle a su hija.
Las paredes estaban repletas de armarios altísimos, la niña era una llorona insoportable, cualquier sonido retumbaba como si les persiguiese la caballería. Todo aquello la estaba abrumando. Desde la ventana del cuarto de Alicia veía la hermosa cabeza de Bernardo avanzando al otro lado de un seto, entre arbustos, más allá de una hilera de catalpas. De pronto se oyó un forcejeo y la cabeza desapareció sin más. Las otras se unieron a Auko, una tras saltar de la cama, la otra porque, incapaz de perderse nada, seguía merodeando por el cuarto. Escucharon un coche arrancar bruscamente, luego una especie de oso se acercó con un fardo doblado sobre el hombro izquierdo, lo arrojó en un hoyo abierto en el césped, se fijó en las caras que le estaban mirando y huyó. El fardo resultó ser el chofer, maniatado y amordazado, pero vivo. Lo peor, aparte de la desaparición del dueño de la casa, era que el maleante las había visto de cerca. Las tres se habían convertido en testigos involuntarios del secuestro y, sobre todo, podían reconocer a uno de los cómplices. La policía les ordenó que se quedasen allí, de momento no convenía que las viese nadie. Había que esperar a que el hermano de Alicia volviese del colegio y a que fijasen el precio del rescate de Bernardo. A menos que hubiesen decidido eliminarle.
Esa noche, acostada en uno de los cuartos de servicio, Auko se vio a sí misma bailando en la cubierta de un yate con un traje de fiesta gris. Bernardo le ofrecía una copa con una aceituna en el fondo y señalaba las luces del muelle, donde tenían previsto detenerse en cuanto empezase a amanecer.
(Continuará)
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