Esta noche ha sido... yo diría que teatral, con personajes entrando y saliendo continuamente de escena. Alguien parecido al actor Fernando Fernán Gómez se ofrecía amablemente a ayudarme con un trabajo urgente. Pasábamos una eternidad sentados a la mesa del comedor de la vieja casa materna, tal como estaba en tiempos de mi abuela no como quedó después de la reforma. Los techos seguían siendo altos y podías perderte por los corredores u ocultarte, como entonces, tras la multitud de macetas, adivinar a quién pertenecía la figura que se agitaba tras el cristal esmerilado, acurrucarte junto al fuego al lado del mastín, segura de que él te protegería de las miradas y que tardarían un buen rato en encontrarte. Era el mundo del misterio, también de la solemnidad y la rutilancia. Más tarde lograron desvirtuar su esencia con el pretexto de que debía ser práctico. Bajaron techos, sustituyeron las grandes puertas antiguas por otras más feas y funcionales y la magia se desmoronó de repente.
Tras archivar centenares de documentos, me levanté a preparar café pero el contador del gas se puso a arder de pronto. Unas llamas engendraban otras alargando la hoguera por momentos, saltaban de un lado a otro o se aferraban a los resquicios en una inquietante danza que nos aterrorizaba y fascinaba a la vez. Todos callaban. Conseguí pedir ayuda con un hilo de voz mientras recorría el largo pasillo, hasta encontrar a mi nuevo amigo en el último cuarto, sentado de cara al balcón y de espaldas a mí. Entonces la angustia se disolvió como el azúcar y el mundo volvió a ser habitable.
Mi hermana - que nos dejó hace ya mucho tiempo - entraba en el comedor radiante, con el pelo de un rubio ceniza que le sentaba realmente bien, rebosado salud. Nos sentábamos para charlar con mi sobrino - convertido ahora en bebé - por videoconferencia. Junto a la cuna estaba postrado un anciano, probablemente alguien de la familia, que no reconocí.
Tiempos pasados y futuros, el enconado revuelo de las épocas. El niño se abrió paso hasta nosotros a través de la pantalla, atravesó tres habitaciones y cayó de un culetazo en la enorme cama principal, todavía más minúsculo bajo aquel soberbio dosel de brocado que tanto lamento haber perdido.
Sin transición, llegó la noche. Una intrusa tumbada en un desvencijado sofá rojo reía a carcajadas cuando reclamé mi sitio asegurando que tenía que leerme el tarot cuanto antes. No hubo tiempo de declararme escéptica, el devenir volvía a arrastrarme. Ahora, de la cocina, llegaba un ruido de cacharros, agua cayendo a chorros, arrastrar de bayetas. Me asomé y lo que vi fue a Luis Berlanga, nada menos, limpiando con fruición los fogones.
En este punto los rostros se desvanecen, a mi alrededor no quedan más que restos de voces, crujidos que se extinguen, puedo sentir la oscuridad a través de mis ojos cerrados. El lejano rumor que escuché antes se va convirtiendo en un estruendo tal que empieza a resultar amenazante. Oí decir a la intrusa: "¿Qué hace Berlanga limpiando tu cocina?"
Con un esfuerzo enorme conseguí despertarme por fin. El cuarto, tan acogedor como siempre, seguía a oscuras y en silencio. De Berlanga y de la medium ni rastro.
Y, a pesar de todo, puede que hubiese caído en un paraíso estéril. No hay serenidad cuando faltan interrogantes, sin ellos nos sometemos a una especie de limbo. Ciertamente, fue todo un alivio librarme de la asfixiante dama del futuro pero ¿era preciso también expulsar a Berlanga de mi vida, de las vidas de todos? ¿Dónde se han ido los Berlanga, los Bardem? No los de ahora sino los directores de aquellas imperecederas películas. ¿Por qué no nos limpian ya las cocinas, apagan los incendios, sirven el café, adivinan el futuro, resucitan a los muertos, hacen cucamonas a los niños, nos echan una mano cada vez que los quebraderos de cabeza nos asaltan?
Fotografía de Bruno Barral
Si esas amargas y divertidas historias se quedasen para siempre con nosotros, comprenderíamos mucho mejor nuestro presente, tanto los que han olvidado el pasado como los que no han llegado a conocerlo. Esos libros de historia viva siguen siendo tan divertidos como entonces, Berlanga tiene que venir a limpiar nuestras cocinas para contarnos quienes somos, algo que parecen no saber muchos cineastas modernos. Tanto él como Bardem han de seguir utilizando el estropajo y la bayeta de Muerte de un ciclista (1955) y Calle Mayor (1956 - dirigidas por este - Bienvenido, Mister Marshall (1952) guionizada por ambos y dirigida por el primero, Calabuch (1956), Plácido (1961), El verdugo (1963), La escopeta nacional (1977), Patrimonio nacional (1980), La vaquilla (1981) Todos a la cárcel (1993) y tantas otras. Tras dejar nuestras cocinas relucientes, repararían cañerías, harían de deshollinadores y hasta de bomberos. El país, y el mundo entero, está pidiendo a gritos una buena limpieza general.
¡Que vuelvan! que se vean de nuevo todas sus películas, que nos hacen muchísima falta. De ninguna manera pueden quedarse donde están ahora, expulsados de la memoria de todos.
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